miércoles, agosto 13, 2014

Mis almuerzos con gente inquietante



Vivo la mañana en un continuado aunque ligero ataque de ansiedad porque me he dejado los ansiolíticos en casa. Empecé a tomarlos en 2000, con 23 años, y en esas seguimos. De vez en cuando me cambio de pantalón y con el cambio queda mi salud. No sería la primera vez que la cosa se va de las manos, pero al menos hoy no es el caso: la reunión con Pablo Martínez va bien, la reunión en El Mundo con Luis Fernando López, lo mismo. Ninguna ha sido demasiado exigente, por otro lado, buena gente con mucha paciencia.

El problema es cuando vuelvo del periódico y acabo en una rotonda que enlaza la Gran Vía de Hortaleza con la mítica López de Hoyos. Aparte del mareo y los vértigos, me estoy haciendo pis, así que en cuanto aparece el 9 lo cojo y que sea lo que Dios quiera. Soy consciente de que el 9 es algo más que un medio de transporte: es el medio de transporte que me lleva a 30 años de mi vida, es decir, a Prosperidad, y no solo a Prosperidad sino a todo lo anterior, es decir, la esquina del colegio Ramón y Cajal, la inquietante perspectiva de Arturo Soria desplegándose hacia Ciudad Lineal...

Me bajo en el Hollywood de Alfonso XIII porque aún no he comido, luego lo pienso mejor y me parece excesivo, así que prefiero el McDonald´s por aquello de que puede hacer ocho años que no piso ese McDonald´s en concreto, el McDonald´s en el que besé por primera vez a la Chica Ratón y en el que desayunaba cuando me levantaba a las tres de la tarde después de haber trabajado toda la noche en Sofres, minutando cadenas digitales. No son pocos recuerdos para un sitio tan anodino: dos plantas, casi vacío, una televisión gigante donde echan "Hombres, mujeres y viceversa" ante el desinterés general.

Me gustaría quedarme, eso va de suyo. Me gustaría pasear por mi barrio aprovechando que no hace demasiado calor y que ya me he tomado mi McPollo. Coquetear con Ramos Carrión o incluso con Clara del Rey o directamente sentarme en algún banco y hacer tiempo. No puedo. Desde los 23 años no he podido hacer tiempo en condiciones por aquello de la ansiedad crónica y es lo que hay, no le demos más vueltas. Mejor intentar combatir el mareo huyendo a casa: metro hasta Avenida de América, torpe trasbordo en dirección a Planetario.

Una vez allí, mientras espero a que el Trankimazín me haga efecto, retomo el "Mis almuerzos con gente inquietante", de Manuel Vázquez Montalbán, uno de esos libros que siempre estuvo en mi cuarto dentro de la colección de mi abuela y que, sorprendentemente, no me he decidido a leer hasta el pasado fin de semana... y porque ya me había terminado los tres que llevé al chalé. Hay algo más inquietante que el título en el libro, más inquietante incluso que los almuerzos tomados uno por uno, que a menudo no son sino una colección de tópicos. Me refiero al tiempo. La conciencia del tiempo. Prácticamente todos los entrevistados están muertos. Incluso los jóvenes treintañeros tienen que ser ahora provectos jubilados.

Hay algo inquietante incluso en el propio Vázquez Montalbán. Parece ya entonces un señor mayor. Todo el mundo parece mayor de lo que es: referencias al periodismo establecido, es decir, Nativel Preciado y Pepe Oneto. Una generación que llegó para quedarse y en eso está. Vázquez Montalbán con sus gafas negras, su barriga, su bigotito y su chaqueta a medio cerrar. ¿Sería posible un libro así ahora? No, decididamente no. Puede que Manuel Jabois hiciera algo decente, pero es inconcebible que le dejen hacerlo y no se le cuelen cincuenta asesores de imágenes e intermediarios por el camino. Puede que la política en los 80 no fuera un camino de rosas, pero ahora mismo es un muro. Todo es un muro: los deportistas, los actores, los tronistas... cualquiera que adquiere un mínimo estatus lo primero que hace es buscar su guardia pretoriana y aislarse.

El periodismo, por otro lado, y sería un tema para alargarse, tampoco ha hecho mucho para arreglar la situación. Hablamos de gente que se sienta con su bloc o su portátil delante de una televisión de plasma a ver qué les cuentan.

Al final decido echarme una siesta. No está la Chica Diploma y no está el Niño Bonito, así que dormir será una buena opción hasta que vuelvan. Como estoy aún un poco acelerado sigo dándole vueltas a lo del tiempo y no sé por qué me viene la imagen de mi padre jugando algo desganado al ping-pong en un centro recreativo de Santander. Yo tengo 16 años y él, 38. Estamos haciendo una pausa de nuestras obligaciones matemáticas porque yo he suspendido en junio y debo aprobar en septiembre y eso, en buena parte, depende de sus clases. Por un momento, entiendo esa desgana de la pala y el agacharse a recoger bolas blancas o amarillas. Solo tiene un año más que los que yo tengo ahora. Cuando el Niño Bonito tenga 16, yo tendré 53 y llegaré asfixiado a las esquinas. Es algo que me preocupa cada día por mucho que la Chica Diploma no lo entienda.

Que tampoco tiene que entenderlo todo.