viernes, mayo 31, 2013

La vida de los otros


No sé si mi padre sentiría una especie de orgullo tonto al saber que a Luis Álvarez-Gaume y los demás miembros del CERN les habían dado el Premio Príncipe de Asturias por su investigación del llamado Bosón de Higgs. Yo creo que sí. Creo que nunca lo diría en público, que le quitaría mérito o fingiría un cierto desinterés por el tema pero que por dentro se sentiría muy feliz por Gaume, por el mítico Gaume de su adolescencia, "El Genio", como le llamaban en clase de físicas de la Autónoma cuando mi padre y él coincidieron y en una asignatura -creo que física cuántica- consiguió sacar más nota que el futuro premiado.

Y es que, ante todo, mi padre era un científico, un físico. Creo que cualquier análisis de su vida, de su perspectiva del mundo, tiene que partir de ahí. Mi padre era un físico y no fue nunca más físico ni más él que durante sus años de la universidad, los años en los que se enamoró de una chica preciosa, se casó con ella, lideró varias reivindicaciones estudiantiles, soñó con que el libertarismo también podía ser una consecuencia material de la Historia, tuvo un hijo con un montón de rizos y rivalizó con El Genio, ni más ni menos, los dos contestando a los Javier Solana de turno.

El caso es que el premio llegó después de su muerte -lo peor de la muerte, lo que realmente causa espanto es todo lo que pasa después- y no tuve ocasión de preguntarle. Yo quiero pensar que él se manejaba bien en la vida de los otros y me gustaría parecerme en cierto modo. Mantener una distancia elegante, no sé cómo decirlo, una distancia Fitzgerald.

Ayer me pasó algo divertido: había quedado con Manuel Jabois para tomar algo por Avenida de América. Vino con Manu pero en vez de traerme el libro, me trajo el bebé completo, con su carrito incluido. "Paseemos como dos ancianos", dijo, mientras dábamos vueltas por el Barrio de Salamanca, casi como si fuera más suyo que mío porque a mí solo me gusta Madrid cuando puedo sentirme un extranjero. El caso es que pasear con niños ya no es de ancianos sino de treintañeros, exactamente lo que Manuel y yo somos, y si viviera en mi barrio creo que le daría un ataque de ansiedad.

Fue una mañana de lo más agradable. Cuando por fin conseguimos una terraza al sol se vino Ana y compartimos cafés, cervezas y coca-colas. Los dos tuvieron la gentileza de dejarme hablar de mí, pese a que sus vidas son, seguro, más interesantes, y saltarse así cualquier tipo de escalafón. El día anterior yo había quedado con Néstor Gándara pero en vez de dejarle hablar me puse a soltarle unos discursos que aún tiene que dolerle la cabeza. En definitiva, además de egocéntrico, maleducado. Al acabar las bebidas y los proyectos de libros -creo que llegué a explicarles hasta siete mientras Manuel terminaba una partida de Apalabrados- nos levantamos y empezamos el paseo de vuelta por Diego de León.

Manuel y yo hablábamos de los cien puntos del Barcelona -yo hablaba de eso, Manuel decía estar completamente saturado de fútbol- cuando Antonio Muñoz Molina apareció bajando la calle. En Madrid esas cosas son relativamente habituales y yo las llevo muy mal, porque además de egocéntrico y maleducado, soy tímido, una combinación explosiva. No reconoció a Manuel pero Manuel sí que le reconoció a él, le paró, se presentó, me presentó amablemente a mí y después le recordó que ya hace un año habían estado juntos en la Feria del Libro, con Ana y el proyecto de Manu en su útero.

Fue un momento Gaume, si quieren. Un momento en el que de repente estás en la vida de los otros, en el que te tienes que limitar a observar y leer después cómo recuerdan su encuentro por escrito porque todos los escritores hacemos lo mismo: escoger la historia y los personajes. Estuve a punto de decirle a Muñoz Molina que mi madre le adoraba e incluso barajé la posibilidad de que me firmara el Compendio de la Fundéu -él es académico, no habría quedado tan raro- pero entonces me acordé de cuando asalté a Vargas Llosa hace nueve años a la salida del Kursaal y me dijo muy serio aquello de "¿qué pasa, que aquí solo leen las madres?" y preferí limitarme a mi segundo plano.

Además, al final mi madre y yo perdimos aquel autógrafo de Vargas Llosa, así que para qué arriesgarse a otro desaire...

El caso es que fue divertido ver luego la escena en papel y saber que tú eras justo el que estaba fuera de la foto. El que no era El Genio. Aprender a no ser El Genio. No sé hasta qué punto eso en mi familia se ha llevado bien, insisto. Ver llegar la Feria del Libro y saber que todo el mundo firma menos tú y que, aunque lo intentes, esa no deja de ser la vida de los otros, que la tuya es la que cuentas aquí, la de la Chica Diploma invitándote a ver hipopótamos al zoo, porque -y eso también se lo dije a Néstor, junto a muchas otras barbaridades de las que supongo que me arrepentiré algún día- yo estaba muy preocupado de la división persona/personaje hasta que me enamoré perdidamente.

Desde entonces, me preocupo por que me siga queriendo cada día, aunque se empeñe en ver El Gran Gatsby. Que me quiera siempre y se quiten los Nobel y los Príncipe de Asturias. Me pregunto si mi padre sintió alguna vez algo así. Si fue el caso, supongo que perderlo debió de ser terrible, tanto como para autoeliminarse de cualquier competencia, justo lo contrario, ahora que lo pienso, de lo que hizo Jay Gatsby hasta que no le quedó más remedio. O Salieri, poniéndose en lo peor.