Eric Cantona empezó a retirarse el 25 de enero de 1995 cuando decidió patear consecutivamente a Richard Shaw, defensa central del Crystal Palace, y a Matthew Simmons,
aficionado del mismo club, que celebraba la expulsión entre gritos,
insultos y cervezas. La imagen de Cantona revolviéndose entre los
miembros de seguridad que le retiraban del campo para lanzar una patada
de kung-fu al tal Simmons dio la vuelta al mundo y demostró lo que todo
el mundo llevaba años temiendo: al francés le había vuelto a dejar de
gustar el fútbol.
Toda
la vida profesional de Cantona había sido la vida de un hombre con un
enorme talento empeñado en autodestruirse. Empalmó sanción con sanción
en Francia hasta que ya no le quedó nadie con quien pelearse o a quien
insultar y se fue al Leeds United de la Premier League cuando aquello de
la Premier League sonaba a tíos de dos metros rematando córners y Tony Adams
repartiendo estopa. Ganó el título y, como si eso le molestara, fichó
por el Manchester United, que llevaba 26 años sin llevarse una liga. Alex Ferguson
funcionó como un ansiolítico prodigioso. El pendenciero Cantona no solo
dejó de centrarse en todo lo que supuestamente le atacaba y abandonó su
condición de incomprendido sino que se convirtió en un referente, el
encargado de liderar a la generación de los “Fergie Boys”, los Giggs, Beckham, Scholes, Butt, Neville y compañía.
Fueron
tres temporadas de gloria, algo insólito en su carrera: tres ligas y
muy pocas sanciones. Como para distraerse a sí mismo decidió levantarse
las solapas negras de la camiseta roja y jugar así todos los partidos.
En Francia, el seleccionador Jacquet había resuelto
prescindir de él, dijeran sus fans, que no eran pocos, lo que dijeran:
en el esplendor de su carrera, se perdió el Mundial de 1994 por una
serie de resultados disparatados que exigían culpables y los encontraron
en David Ginola y él. No fue convocado a la Eurocopa
de 1996 y no llegó al Mundial de 1998, el campeonato que su selección
ganaría con cierta solvencia. El jugador ya se había retirado pero de no
haberlo hecho habría dado igual: la idea que Jacquet tenía de un
delantero era Guivarc´h, aquel rubio improbable al que Djorkaeff intentaba convertir en algo parecido a un jugador de fútbol, no siempre con éxito.
En
resumen, y volviendo al principio, aquella patada de kung-fu supuso una
liberación. Más de 15 años después, el propio Cantona así lo sentía:
“Fue uno de los mejores momentos de mi carrera” y la prensa se dividió
entre los que consideraban que aquel hombre era un mal ejemplo y no
podía seguir jugando en Inglaterra y los que pensaban que Simmons bien
se merecía una patada en el pecho o incluso dos. La FA se quedó en un
punto medio: no hizo caso a los que pedían una sanción de por vida —la
Premier League llevaba tres años funcionando como tal, Sky empezaba a
gastar cantidades ingentes de dinero en popularizar el producto— y se
limitó a dejarla en ocho meses, que, en la práctica, suponían lo que
quedaba de temporada y el principio de la siguiente, para mayor gloria
del Blackburn Rovers de Alan Shearer y Chris Sutton.
Fueron
meses de poca disciplina y primeros coqueteos con las cámaras de
publicidad. Nike le adoraba. Era la época en la que se gestaba el Just do it
—“Simplemente hazlo”— y, aunque igual resultaba un poco agresivo, ¿qué
mejor representación de aquella frase que el jugador que, harto de los
insultos, se sube a la grada a repartir patadas? Después aprovechó para
rodar con Carmen Maura su primera película, La alegría está en el campo.
Cuando volvió a la pretemporada, con 29 años, Cantona ya no quería
estar ahí. No estaba para tonterías y pidió la rescisión de su contrato.
Era una estrella, era un ganador, todo el mundo le adoraba a pesar de
sus irreverencias ¿qué más podía hacer para ser un enfant terrible? Nada. Aquella era una batalla perdida.
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