Estamos en el minuto 86 de la final y Capello decide efectuar el cambio. Quizá ha esperado mucho. Quizá nunca debió haber apostado por Van Basten
como titular, para empezar, eso nunca se podrá saber. En la derrota
siempre hay culpables. El holandés se retira del campo visiblemente cojo
pero lo más rápido que puede. El poderoso Milan pierde 1-0 ante el
Olympique de Marsella, esa burbuja futbolística que se sacó Bernard Tapie
de la chequera a base de amañar partidos y fichar todo lo fichable. Van
Basten se sienta en el banquillo derrotado, todos sus esfuerzos para
llegar a ese partido frustrados por una actuación mediocre, en lo
individual y en lo colectivo.
Tiene
solo 28 años pero el cuerpo de un veterano y un tobillo que le ha
dejado varias veces al borde de la retirada. El dolor no engaña, esta
vez va en serio. La final de la Champions League de 1993 se apaga
mientras el delantero por antonomasia de la década de los 80 mira los
intentos desesperados de su equipo, de los Baresi, Rijkaard, Maldini, Donadoni, Albertini, Massaro, Papin… chocar una y otra vez contra la muralla negra del Olympique: Desailly, Angloma, Boli, Pelé… y detrás de todos el joven calvo Fabien Barthez, un pigmeo en tierra de gigantes.
Es otro fútbol, piensa. Un fútbol físico, demasiado físico incluso para un equipo italiano. Rijkaard ya no puede ni con Deschamps.
Los conceptos han cambiado y su tobillo sigue hinchado como un tomate.
Nadie le pregunta. Todos esperan a que el árbitro pite, para bien o para
mal. La temporada 1992/93 acaba de una manera totalmente inesperada,
porque el Milan, tras su año de sanción europea, volvía a parecer
imparable. Berlusconi había fichado a Papin, a Savicevic, a Boban, a Lentini, a Eranio…
El propio Van Basten había tenido una temporada más que aceptable hasta
su lesión a finales de 1992, poco antes de recibir su tercer Balón de
Oro de manos de la revista France Football.
Meses
de recuperación de un tobillo destrozado que culminan en un regreso
apresurado, un último gol al Ancona y este sufrimiento absurdo en el
Olympiastadion de Munich. Los jugadores franceses abrazándose y Van
Basten que saluda a Rudi Völler, viejo compañero de
batallas ochenteras, y se mete a recibir su sesión de hielo, masaje y
lágrimas. En rueda de prensa, Capello se limita a decir sobre el
holandés: “Está lesionado”, sin advertir aún de que esa lesión es algo
más, que ese intento desesperado por jugar su tercera final de la Copa
de Europa le costará perderse la siguiente, pasar un año en blanco,
volverse a operar y tener que retirarse definitivamente un 18 de agosto
de 1995, sin llegar a cumplir los 31 años, dos después de casarse en
muletas, de vivir en muletas, de luchar por llegar a un Mundial que su
propio club le impidió jugar en 1994. Retirarse sin retirada, lo más
triste para un deportista de élite.
El
recuerdo de Munich como postre amargo de una carrera espectacular que
le vio ganar, aparte de los tres Balones de Oro, dos Copas de Europa con
el Milan, una Eurocopa con Holanda —el único título de prestigio para
esa selección en su historia— y multitud de títulos nacionales con el Ajax y el equipo de Berlusconi, Sacchi
y Capello. Aquellos cuatro últimos minutos de dolor en el banquillo
como resumen injusto de una década de estrellato, desde que debutara en
el Ajax al lado de Johan Cruyff hasta su último Pichichi en el Scudetto, con 25 goles en 31 partidos durante la temporada 1991/92.
“Llega
un momento en el que cualquier cosa es mejor que el dolor, cualquier
cosa es mejor que sentirse inválido. Ahora estará en paz consigo mismo”,
dirá su mujer, Liesbeth, al acabar la rueda de prensa.
Tenía razón, pero no bastaba. A los aficionados no nos bastaba, eran
demasiados años disfrutando de su fútbol total desde aquella primera
temporada profesional en Ámsterdam con 17 años.
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