martes, mayo 07, 2013

Marco Van Basten, el mago de los tobillos de cristal


Estamos en el minuto 86 de la final y Capello decide efectuar el cambio. Quizá ha esperado mucho. Quizá nunca debió haber apostado por Van Basten como titular, para empezar, eso nunca se podrá saber. En la derrota siempre hay culpables. El holandés se retira del campo visiblemente cojo pero lo más rápido que puede. El poderoso Milan pierde 1-0 ante el Olympique de Marsella, esa burbuja futbolística que se sacó Bernard Tapie de la chequera a base de amañar partidos y fichar todo lo fichable. Van Basten se sienta en el banquillo derrotado, todos sus esfuerzos para llegar a ese partido frustrados por una actuación mediocre, en lo individual y en lo colectivo.

Tiene solo 28 años pero el cuerpo de un veterano y un tobillo que le ha dejado varias veces al borde de la retirada. El dolor no engaña, esta vez va en serio. La final de la Champions League de 1993 se apaga mientras el delantero por antonomasia de la década de los 80 mira los intentos desesperados de su equipo, de los Baresi, Rijkaard, Maldini, Donadoni, Albertini, Massaro, Papin… chocar una y otra vez contra la muralla negra del Olympique: Desailly, Angloma, Boli, Pelé… y detrás de todos el joven calvo Fabien Barthez, un pigmeo en tierra de gigantes.

Es otro fútbol, piensa. Un fútbol físico, demasiado físico incluso para un equipo italiano. Rijkaard ya no puede ni con Deschamps. Los conceptos han cambiado y su tobillo sigue hinchado como un tomate. Nadie le pregunta. Todos esperan a que el árbitro pite, para bien o para mal. La temporada 1992/93 acaba de una manera totalmente inesperada, porque el Milan, tras su año de sanción europea, volvía a parecer imparable. Berlusconi había fichado a Papin, a Savicevic, a Boban, a Lentini, a Eranio… El propio Van Basten había tenido una temporada más que aceptable hasta su lesión a finales de 1992, poco antes de recibir su tercer Balón de Oro de manos de la revista France Football.

Meses de recuperación de un tobillo destrozado que culminan en un regreso apresurado, un último gol al Ancona y este sufrimiento absurdo en el Olympiastadion de Munich. Los jugadores franceses abrazándose y Van Basten que saluda a Rudi Völler, viejo compañero de batallas ochenteras, y se mete a recibir su sesión de hielo, masaje y lágrimas. En rueda de prensa, Capello se limita a decir sobre el holandés: “Está lesionado”, sin advertir aún de que esa lesión es algo más, que ese intento desesperado por jugar su tercera final de la Copa de Europa le costará perderse la siguiente, pasar un año en blanco, volverse a operar y tener que retirarse definitivamente un 18 de agosto de 1995, sin llegar a cumplir los 31 años, dos después de casarse en muletas, de vivir en muletas, de luchar por llegar a un Mundial que su propio club le impidió jugar en 1994. Retirarse sin retirada, lo más triste para un deportista de élite.

El recuerdo de Munich como postre amargo de una carrera espectacular que le vio ganar, aparte de los tres Balones de Oro, dos Copas de Europa con el Milan, una Eurocopa con Holanda —el único título de prestigio para esa selección en su historia y multitud de títulos nacionales con el Ajax y el equipo de Berlusconi, Sacchi y Capello. Aquellos cuatro últimos minutos de dolor en el banquillo como resumen injusto de una década de estrellato, desde que debutara en el Ajax al lado de Johan Cruyff hasta su último Pichichi en el Scudetto, con 25 goles en 31 partidos durante la temporada 1991/92. 

Llega un momento en el que cualquier cosa es mejor que el dolor, cualquier cosa es mejor que sentirse inválido. Ahora estará en paz consigo mismo”, dirá su mujer, Liesbeth, al acabar la rueda de prensa. Tenía razón, pero no bastaba. A los aficionados no nos bastaba, eran demasiados años disfrutando de su fútbol total desde aquella primera temporada profesional en Ámsterdam con 17 años.

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