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Aún nos queda Saza
Hace aproximadamente un año fundé una
revista digital en la que pretendíamos salirnos de las entrevistas
típicas —como todo el mundo y por eso todo el mundo acaba entrevistando a
los mismos- y el primer elegido en mi lista fue don José Sazatornil,
“Saza”. Reconocerán que como elección tiene un punto excéntrico porque
los chicos de 35 años solemos ser bastante soberbios a la hora de
reconocer los valores de los ancianos de 86, pero para mí Saza era un
icono, un hombre siempre a la sombra y siempre eficaz. Suficientemente
conocido pero sin heroísmos, por favor.
El hombre que a mí en algún momento me gustaría ser.
Las conversaciones llegaron lejos: hablé con la mujer y con la hija.
Por un momento pareció que la entrevista se llevaría a cabo pero al
final se cayó. Saza estaba un poco pocho, nada grave según las
conversaciones, pero lo suficiente como para aplazar esta clase de
compromisos. “Está como loco por volver a la profesión”, decía su mujer.
A mí me enternece cómo toda esa generación hablaba y habla de “la
profesión” y lo echo de menos en los más jóvenes, más preocupados por la
siguiente portada en Fotogramas o el casting para otra serie horrible
en la que los protagonistas pasan del balbuceo tartamudo al grito para
aparentar naturalidad.
Saza, como actor, siempre ha huido de la naturalidad, con ese hablar
engolado y exagerado y esas caras venidas del teatro, que recordaban al
“señoriítoooo” de Fernando Fernán-Gómez en “El viaje a ninguna parte”.
Saza no buscaba la naturalidad porque sabía que era un actor, un cómico,
y no el lechero. Saza, durante años combinando el cine y las
variedades. Saza de secundario en “El Verdugo” y después de amigo
libidinoso en la sucesión de películas del destape para acabar como el
señor Canivell en “La escopeta nacional”, de nuevo con Berlanga. El
señor Canivell era España y lo sigue siendo. Cacerías y ministros.
Concesiones y sobres bajo cuerda.
Después, “Amanece que no es poco”. Solo con Canivell y aquel cabo de
la Guardia Civil que sentía verdadera devoción por “Fulkner” ya su
carrera estaría justificada, pero obviamente no queda ahí. Quizá nadie
le haya tomado en serio. No lo sé. Su mujer estaba muy contenta cuando
hablamos: “Le están haciendo muchos homenajes y él los disfruta mucho”.
Quizá sea hora de hacerle uno más, uno de verdad, no sé si un Goya de
honor o qué, pero ya está bien de mirar hacia atrás cuando se va una
parte de nuestro cine y seguir ignorando a los que siguen vivos.
Ha pasado un año de aquellas charlas con la familia de Saza. Me
dijeron que me llamarían cuando se dieran las circunstancias pero
obviamente no se han dado. Saza tiene 87 años, pronto cumplirá 88, y a
mí me gustaría que se le reconociera, ahora que se ha quedado
prácticamente solo dentro de su generación, pero tampoco quiero verle
sufrir como Alfredo Landa en aquella ceremonia de los Goya, el anticipo
de los múltiples accidentes cerebrales que tendría después. Por eso no
he insistido. Por eso hasta el jueves, cuando leí la muerte del propio
Landa y sentí que algo mío se iba o, aún peor, que algo que había
heredado se iba, algo que fue de mis abuelos y de mis padres antes que
mío, no me acordé de él.
“Se han ido todos, se están yendo todos”, pensé mientras veía aquel
refrito de escenas con López Vázquez, Alexandre, Ozores, Fernán Gómez,
Juanjo Menéndez… Películas de Azcona y de Berlanga. Ilustraciones de
Mingote. Chistes de Tip y Coll. Disparates de Cassen, de Gómez Bur. “Se
han ido todos”, pensé antes de acordarme de Sazatornil, del gran
Sazatornil con su bigotito y su sonrisa enorme. Hay que recuperar a
Sazatornil ahora que aún hay tiempo. Si es que Sazatornil quiere, claro.
No hay mayor homenaje a los muertos que recordar a sus compañeros
vivos.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia".