lunes, mayo 13, 2013

Aún nos queda Saza




Hace aproximadamente un año fundé una revista digital en la que pretendíamos salirnos de las entrevistas típicas —como todo el mundo y por eso todo el mundo acaba entrevistando a los mismos- y el primer elegido en mi lista fue don José Sazatornil, “Saza”. Reconocerán que como elección tiene un punto excéntrico porque los chicos de 35 años solemos ser bastante soberbios a la hora de reconocer los valores de los ancianos de 86, pero para mí Saza era un icono, un hombre siempre a la sombra y siempre eficaz. Suficientemente conocido pero sin heroísmos, por favor.

El hombre que a mí en algún momento me gustaría ser.

Las conversaciones llegaron lejos: hablé con la mujer y con la hija. Por un momento pareció que la entrevista se llevaría a cabo pero al final se cayó. Saza estaba un poco pocho, nada grave según las conversaciones, pero lo suficiente como para aplazar esta clase de compromisos. “Está como loco por volver a la profesión”, decía su mujer. A mí me enternece cómo toda esa generación hablaba y habla de “la profesión” y lo echo de menos en los más jóvenes, más preocupados por la siguiente portada en Fotogramas o el casting para otra serie horrible en la que los protagonistas pasan del balbuceo tartamudo al grito para aparentar naturalidad.

Saza, como actor, siempre ha huido de la naturalidad, con ese hablar engolado y exagerado y esas caras venidas del teatro, que recordaban al “señoriítoooo” de Fernando Fernán-Gómez en “El viaje a ninguna parte”. Saza no buscaba la naturalidad porque sabía que era un actor, un cómico, y no el lechero. Saza, durante años combinando el cine y las variedades. Saza de secundario en “El Verdugo” y después de amigo libidinoso en la sucesión de películas del destape para acabar como el señor Canivell en “La escopeta nacional”, de nuevo con Berlanga. El señor Canivell era España y lo sigue siendo. Cacerías y ministros. Concesiones y sobres bajo cuerda.

Después, “Amanece que no es poco”. Solo con Canivell y aquel cabo de la Guardia Civil que sentía verdadera devoción por “Fulkner” ya su carrera estaría justificada, pero obviamente no queda ahí. Quizá nadie le haya tomado en serio. No lo sé. Su mujer estaba muy contenta cuando hablamos: “Le están haciendo muchos homenajes y él los disfruta mucho”. Quizá sea hora de hacerle uno más, uno de verdad, no sé si un Goya de honor o qué, pero ya está bien de mirar hacia atrás cuando se va una parte de nuestro cine y seguir ignorando a los que siguen vivos.

Ha pasado un año de aquellas charlas con la familia de Saza. Me dijeron que me llamarían cuando se dieran las circunstancias pero obviamente no se han dado. Saza tiene 87 años, pronto cumplirá 88, y a mí me gustaría que se le reconociera, ahora que se ha quedado prácticamente solo dentro de su generación, pero tampoco quiero verle sufrir como Alfredo Landa en aquella ceremonia de los Goya, el anticipo de los múltiples accidentes cerebrales que tendría después. Por eso no he insistido. Por eso hasta el jueves, cuando leí la muerte del propio Landa y sentí que algo mío se iba o, aún peor, que algo que había heredado se iba, algo que fue de mis abuelos y de mis padres antes que mío, no me acordé de él.

“Se han ido todos, se están yendo todos”, pensé mientras veía aquel refrito de escenas con López Vázquez, Alexandre, Ozores, Fernán Gómez, Juanjo Menéndez… Películas de Azcona y de Berlanga. Ilustraciones de Mingote. Chistes de Tip y Coll. Disparates de Cassen, de Gómez Bur. “Se han ido todos”, pensé antes de acordarme de Sazatornil, del gran Sazatornil con su bigotito y su sonrisa enorme. Hay que recuperar a Sazatornil ahora que aún hay tiempo. Si es que Sazatornil quiere, claro. No hay mayor homenaje a los muertos que recordar a sus compañeros vivos.

Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia".