lunes, mayo 06, 2013
Enfermar en vacaciones para poder trabajar a gusto
La historia empieza como un fotograma de "Perros de paja", o de "Bosque de sombras", por rescatar un poco a Koldo Serra. Una pareja de madrileños urbanitas -él más urbanita que ella, todo hay que decirlo- llegan a un bar de un pueblo de la Ribera Sacra, en Ourense. El pueblo no es una aldea pero tampoco es demasiado grande y cuando la pareja baja del coche tiene ante sí tres bares seguidos en los que se intuye que están echando el partido del Barcelona. Descartan el primero por tener un escudo del Madrid en la puerta de entrada y se meten en el segundo, que es el que ha recomendado el dueño de la casa rural y en el que, eso cree recordar, ella vio los partidos del Mundial de 2010.
En efecto, en el bar echan el partido y no hay escudos madridistas aunque la parroquia festeje los goles del Bayern con una cierta dejadez, la dejadez de lo previsible. La pareja no conoce a nadie y sabe que todos se conocen entre sí. Al principio están tensos. Él está tenso porque vive tenso y ella algo menos, puede que ella no se preocupe por que les miren ni se preocupe por que la miren específicamente a ella, a la desconocida que echa un vistazo de vez en cuando al partido y pasa el resto del tiempo mirando el teléfono o besando al otro desconocido, el chico que sobra. El camarero parece buen tío y les hace una tortilla de patatas para cenar cuando la catástrofe blaugrana ya está consumada. El chico tiene que ir al baño porque no aguanta más. Nadie les ha hablado hasta el momento y eso no saben si es bueno o es malo.
Él recuerda aquella vez que tuvo que salir corriendo de Becerril de la Sierra porque le querían pegar una paliza sin más razón que venir de fuera. "Venir de fuera" puede llegar a ser muy peligroso. Cuando vuelve del baño, ella ya ha pagado y se va, sonriendo coqueta: "En cuanto te has ido, me ha empezado a mirar todo el mundo muy descaradamente". Al menos, han tenido estilo. Al menos, no ha habido carreras. Los gamos se cruzan por el camino de vuelta hacia lo alto del cañón del Sil.
El día siguiente, la pareja sale a "hacer una ruta". Él es escritor y poco deportista pero le gusta andar. Odia correr pero le gusta andar, como una canción de Vetusta Morla pero al revés. Parten de un monasterio románico -todo son monasterios románicos, pueblitos derruidos, rastros de tierra quemada- y llegan de nuevo al monasterio por el otro lado. En medio, diez kilómetros entre ramas, riachuelos y piedras. Él pisa mal, se tuerce el tobillo y se cae al suelo pero no le pasa nada. Se muestra sorprendentemente tranquilo porque se ha preparado para el reto: ropa de Decathlon, zapatillas deportivas, actitud de montañero, sea eso lo que sea. Ella nota un pinchazo en la rodilla pero luego se le pasa, no comenta nada y comen un montón de patatas con unos pocos filetes en un bar de la carretera que les lleva a Parada do Sil y luego a los Balcones de Madrid.
Ahí, la pareja tiene el primer problema. Un problema que va más allá de la mezcla de sol que quema y el viento que congela y que va más allá de las caídas a lo Dani Alves en medio de los descensos. La chica siente que el pinchazo en la rodilla se reproduce pero esta vez no cede. Todo esto sucede justo a la vuelta a casa, unas diez horas después del inicio de todo, amago de atardecer en Galicia mientras ella se agarra a la pasarela e intenta flexionar la rodilla sin éxito. "Es el menisco", concluye, y se asusta. Piensa en operaciones y rehabilitaciones y cojea de manera ostensible mientras intenta entrar en el coche y llevarlo de vuelta a casa, más cojera, bajada de escalones apoyada en los hombros del chico, que hace de muleta estupenda, caras preocupadas de los vecinos que se sientan frente a la chimenea y cuentan sus propias desgracias mientras la niña juega a algo que puede ser una Nintendo.
Solo que al día siguiente -ni siquiera al día siguiente, a las dos horas de acostarse- el chico se da cuenta de que el enfermo ahora es él. No puede respirar, se ahoga y le duele la garganta. Busca por la habitación algo de Paracetamol y de paso despierta a la chica, que, aún dolorida, no consigue dormirse del todo. Es una noche larga. Dos noches largas. Los días son complicados porque la belleza es innegable pero el catarro también y es complicado andar sin respirar como es complicado pararse en un mirador entre escalofríos. La chica ya apenas cojea y el penúltimo día, de hecho, consigue andar con una cierta normalidad y olvidarse de quirófanos y quiroprácticos. Olvidarse de pirómanos y pirotécnicos hasta que el chico dice basta y le pide que se vuelvan a casa en plena pasarela sobre el Río Mao, los mosquitos acechando al chico de la visera blanca y los dos se vuelven, sin comer ni nada. Ella pasea por el jardín, lee parte del libro de Emmanuel Carrère que le ha dejado él mientras él duerme e incluso ronca y cuando se despierta se encuentra peor porque además se siente culpable, porque no se puede ir por la vida con una chica tan preciosa y dejarla paseando por jardines vacíos. Si al menos estuviera en un bar de un pueblo extraño esquivando miradas.
Pero no. La chica y el chico deciden hacer un esfuerzo e ir al Parador a ver si les dan algo de comer casi a media tarde y lo consiguen porque tampoco es tan difícil. Al chico le gusta mucho el Parador porque le gusta lo decadente, o, más bien, esa mezcla de decadencia de monasterio rehabilitado en medio de la nada con boda de pueblo engalanado con periódicos y Wi-Fi. El chico está encantado y se toma un pepito de ternera y, como si tuviera 18 años, el humor le cambia y ya moquea menos y no se ahoga e incluso se puede hablar con él y organizar mesas y la chica se preocupa pero a la vez se alegra porque organizar es algo que la alegra siempre y juntos pasan la tarde y luego la noche, solos, la mirada fija en la chimenea, los intentos torpes de él de azuzar un fuego que se apaga de vez en cuando pero renace a poco que se le menee, como casi todo en la vida, y así pasan la última noche antes de volver a Madrid, ya sanos, juguetones, conscientes de que han pasado los cinco días de vacaciones enfermos pero al menos ahora podrán trabajar a gusto.
Un sinsentido, vaya, pero un sinsentido seguro, supongo.