Habíamos perdido el partido de ida por una diferencia de 12 o 13 puntos, vete a saber. El caso es que a la vuelta les preparamos una encerrona: aunque llevábamos ya cuatro temporadas jugando en el Palacio de los Deportes, aquel partido de la Korac lo mandamos al Magariños, alegando no sé qué impedimentos. Lolo Sainz se enfadó muchísimo, por supuesto: él sabía lo que era jugar allí y entrenar allí. Sabía del bote irregular del balón, de los aros duros, del público casi gritándote al oído.
Para la Demencia, en cambio, fue un gran día, un día glorioso. No es que nos jugáramos demasiado ni tuviéramos demasiada fe. Aquel Estudiantes estaba en plena era post-David Russell y formado por jovencitos prometedores que empezaban a responder: Antúnez, Azofra, Herreros, Orenga, Winslow... todos ellos acompañados por los míticos Pinone, Pedro Rodríguez o Carlos Montes. Los viejos del lugar.
El Joventut, en cambio, era un equipo hecho. Jofresa y Villacampa se habían cansado de perder finales contra Barcelona y Real Madrid y se habían hecho con un buen entrenador, un buen par de extranjeros -Harold Pressley y Corney Thompson-, un pívot clave como Ferrán Martínez y había conseguido que el espídico Tomás Jofresa diera aún más resultado que el pesetero Montero, criado, a su vez, en la cantera del Estudiantes.
El partido se jugó en enero-febrero de 1991, en plena guerra de Irak, en cualquier caso. Nunca he vivido un ambiente igual: desde horas antes todo el mundo gritando y puesto en pie, aquello parecía Grecia. Las chilabas y los turbantes aparecían por todos lados recuerden que la Demencia
nació en 1976 pero se consagró a la vez que
la revolución de los Ayatollahs y si el primer líder fue Gavioto, a su lado estuvo durante años Jomeini. No sé qué nos hizo enloquecer, pero enloquecimos. En la primera parte ya habíamos remontado la diferencia y en la segunda empezamos a vernos clasificados.
Ganar por 15 puntos a aquel Joventut era un milagro, pero era nuestro milagro. En un tiempo muerto, todo el mundo, 2000 o 2500 personas agolpadas en los pasillos donde por las mañanas yo corría el Test de Cooper empezamos a saltar y a gritar "Sadam Husseín, Husseín, Husseín". Señores bien informados, que sabían que era un dictador malvado con cientos de miles de muertos a sus espaldas, bla, bla, bla... cayeron en el rapto de la masa y empezaron a corear el cántico y otros similares: "Sadam Husseín arrasa Tel-Aviv" o el que se hiciera popular "Un scud para el Joventut".
Lo nuestro no era locura, era demencia. Un buen puñado de irresponsables coreando enfebrecidos el nombre de un asesino de masas. Querría sentirme culpable por ello pero de alguna manera adolescente no puedo.
Ganamos el partido pero perdimos la eliminatoria. No voy a decir que nos diera igual, pero casi. Meses más tarde nos cruzamos en la Copa y les pasamos por encima. "Un scud para el Joventut" tituló El País al día siguiente en portada. Habíamos eliminado al CAI, anfitrión aquel año, ahora a la Penya y solo nos quedaba el Barcelona en la final. Por un momento, fuimos campeones, luego Epi, Solozábal y Piculín Ortiz decidieron que no, que mejor ellos. Herreros pudo ganar el partido con un último triple... pero lo falló.
Eso sí dolió. Mucho.
Al año siguiente, el año de Estambul, el año de las dos prórrogas en Badalona para perder la segunda de tantas semifinales consecutivas, les volvimos a coger en Granada y les volvimos a ganar. Villacampa falló el último tiro y Winslow lanzó el balón al techo del pabellón como si supiera que era imposible que fuéramos a perder la final del día siguiente, también, curiosamente, contra el CAI. No la perdimos. Hizo falta algo de Azofra y muchísima Demencia. Chilabas, turbantes y pañuelos palestinos. Todo lo que me incomoda ahora. Decididamente, éramos tan felices.