Somos así: viajamos a Salamanca sin billetes y sin saber ni siquiera de dónde sale el autobús. Pablo con su guitarra y yo con mi mochila y mi libro de Kiko Amat y, por supuesto, mi botella de agua. Creemos que es Méndez Álvaro, pero para qué comprobarlo, claro. Vamos con tiempo pero no hay cola. Lo que hay es un precio abusivo, pero cola ninguna, y unos asientos enormes, comodísimos, ideales para quitarse el jersey, ponerlo de almohada y tumbarse un poquillo, la media tarde cayendo y aún de día. Ojos abiertos en sobresalto esporádico y un iPod nuevo con la música de siempre que hace de banda sonora de un sueño. No sé cuál.
De repente, Salamanca y su multitud de recuerdos. Salamanca es una ciudad que empieza a arrastrar una cantidad de nombres propios escandalosa. Improbable. Al fin y al cabo, ¿qué se me ha perdido a mí en Salamanca? Pero sí, la Catedral majestuosa y los miles de conventos y palacios y el río Tormes con sus puentes y es como si no hubieran pasado tres años desde los neones en la nieve, como si no hubieran pasado seis del Meliá Las Claras, como si no hubieran pasado quince del botellón frente a un chino en un verano claramente grunge.
Salamanca y su frío. Algo calmado. Ya casi de noche, callejeando por el centro en busca de un hotel que se esconde en un pasadizo. Un hotel que tiene que esconderse no puede ser un gran hotel y no lo es. En mi puerta viene el escudo de Ciudad Rodrigo. "La Suite Ciudad Rodrigo", bromeo, y Pablo se ducha, bajamos, paseamos por la Plaza ya sin andamios ni carteles, llena de estudiantes -y, caramba, estudiantas, muchas estudiantas- y entonces se nos une Jorge Marazu y buscamos un sitio para cenar.
Hay algo prodigioso en Marazu. Hay muchas cosas prodigiosas, pero una se ve en seguida. Tiene 23 años y habla de mujeres. No pasa nada. Yo tengo 31 y no hablo de otra cosa. Lo prodigioso es que no muestre demasiado interés, que todo su entusiasmo esté centrado en la música y no en el "a quién conoces", "dónde tocas", sino en la música: en componer, en escuchar, en sentir, en emocionarse, en aprender... Anochece en Salamanca, rodeamos una catedral y en el camino sólo salen corcheas de su boca, oscilando entre la tranquilidad absoluta y el nerviosismo pre-concierto.
En el sitio están bailando. Bailes de salón, en concreto. Extranjeros, por supuesto. Esta misma noche hay una fiesta Erasmus y a mí no me importaría ir. "La fiesta española", además. No hay camerino, ni mucho menos, sólo hay una mesa y cuatro sillas y unas cervezas para hacer tiempo.
Pablo prueba sonido. Jorge, nervioso, sube y baja. Llegan los amigos y los familiares y los amigos de los amigos -medio Ávila está en Salamanca estudiando, me informan- y la sala acaba llenándose: unas 60-70 personas, de pie y sentadas. Un ambiente algo frío porque es Salamanca y tampoco te lo van a dar todo regalado, claro.
Empiezan los dos juntos: con "Gilda". Luego se queda Pablo y luego sube Jorge. Los dos están brillantes. Como de Pablo he hablado mucho ya y tocó los grandes éxitos, permítaneme unas palabras sobre Marazu. Es muy improbable que no acabe viviendo de esto. Tendría que cometer demasiados errores. Tiene un talento prodigioso para la composición, una variedad de estilos brutal. Puede parecer Xoel López en una canción y en la siguiente parece Iván Ferreiro y él mismo reconoce que su voz se parece a la de Álex Ubago.
Pero es una voz preciosa. La Araña de Ávila, vaya tipo.
El problema es que no se lo cree. Bueno, no sé si es un problema. Trabaja duro, se lo toma en serio, gasta su tiempo en esto y tira para adelante, pero con una autocrítica excesiva encima, como si quisiera ser perfecto ya con 23 años, como si pidiera perdón por no serlo, además. "La voz podría estar mejor", "me he equivocado mucho"... Pablo dice que Jorge está entre los cinco mejores músicos -llamarle "cantautor" sería muy equívoco- que hay en el circuito y Jorge dice que hay "3.000 como él". Yo creo más al primero.
Como si aquello fuera "Salvados" y yo fuera el Follonero, les propongo retos. Jorge tiene que decir "Muchas gracias, Salamanca" y Pablo, al acabar, "hasta siempre, Salamanca". El segundo cumple. El primero, a medias. El post-concierto es extraño, porque todo el mundo se va muy rápido y es muy tarde, ya las doce y algo y hace frío y, joder, estamos en Salamanca, ¿qué coño pinto yo en Salamanca? Esta mañana estaba en San Fernando dando clase y mañana estaré en otro autobús de vuelta.
Siempre de vuelta (Tan joven y de vuelta).
A esta ciudad le pasa como a Toledo, o como a Madrid si vienes de fuera -Santander, quizás, a veces-, que siempre te parece que vas cuesta arriba. Las calles están vacías salvo por extranjeras borrachas. Vamos a un bar que no nos gusta. El típico bar en el que nos hemos sentido incómodos demasiados años en demasiadas ciudades: una mezcla extraña de Celtas Cortos con Fatboy Slim y pijos con punkies y estudiantes con profesores. Todo ahí, demasiado alto y demasiado cerca.
No es una fiesta Erasmus, desde luego. Es una copa suelta, por cumplir el expediente y un abrazo a Jorge y sus amigos y un camino al hotel, a la Suite Ciudad Rodrigo famosa, con sus cortinas bajadas y su baño pequeño y su televisor-no-de-plasma. Indignante. A Pablo le resulta extraño dormir en una habitación doble siendo solo uno. A mí no, claro. A mí, a este paso, lo que me resultaría extraño sería dormir en una habitación doble con otra persona. No parece que vaya a darse.
Esta no es una vida virtual, es una vida de francotirador. Lo haces y te largas. Así. Rápido. San Fernando-Tribunal- Salamanca- Tribunal-San Fernando. Encuéntrame si puedes. Entre Ascao y Parque de las Avenidas. Somos así.
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