sábado, junio 15, 2013
La otra plaga de polillas
La primera plaga de polillas que recuerdo llegó también en junio, pero de 1996, es decir, hace diecisiete años. Eran polillas -nada de mariposas ni eufemismos poéticos- teatreras. Polillas de La Masía. Polillas a las que dabas con el paño de la cocina y una vez en el suelo se hacían las muertas. Puñeteras polillas. Luego, cuando las recogías, salían de nuevo a volar, a chocarse contra la bombilla mil veces hasta que acababan chamuscadas encima de la mesa. Polillas tontas, polillas pardas que llenaban las casas y las facultades cuando Dani y yo íbamos a hacer exámenes o a mirar notas o cuando yo me quedaba en casa viendo "Cuento de verano" en la tele mientras mi abuela dormía o simplemente escuchaba la radio en el sofá. Costumbrismo noventero.
Estaba enamorado de alguien aunque no tenía muy claro de quién. Una de las cosas que más le molesta a la Chica Diploma es que yo ande diciendo por ahí que nunca sé cuándo estoy enamorado y cuándo no. Que anduviera diciéndolo más bien, porque ya no hay dudas. Era el final del primer año de universidad, mentalidad de chico que viaja a Saint Malo con la guitarrita, llorándole a todas las chicas: "Es que yo no gusto, es que yo no gusto..." y acaba teniendo que descartarse al final de la película.
Solo que yo no me descartaba. A mí me descartaban, más bien. A principios de aquel verano escribía un diario tortuoso en el que ya hablaba de las polillas invasoras y de Eric Rohmer. Era un diario escrito solamente para T., que era la chica de la que creía estar enamorado entonces y de la que estuve completamente enamorado después durante cuatro años y pico. Un diario demasiado sincero para otra persona, más cuando esa persona tenía 19 años recién cumplidos. Demasiado agresivo, en ocasiones. Aquello fue un acto suicida pero resultó. Cuando lo volví a intentar, en 2003, el fracaso fue sonado, aunque también es verdad que mi capacidad para la exageración, paradójicamente, había aumentado.
Aquel era un diario de muchos viajes, todos los que hice sin T., y tenía ese punto de rencor, de "yo debería estar haciendo todos estos viajes contigo y tú te empeñas en estar en cualquier otro lado" ("Here is here and I am here, where are you?", cantaba Blur) pero sobre todo era un diario de mi viaje iniciático a Londres, con A. y la Chica Langosta, tarareando Oasis en las terminales del aeropuerto de Heathrow, pasando noches en hoteles a cargo de Iberia, ejerciendo de viajero indignado y paseando con mi maleta por todo el perímetro de Hyde Park hasta encontrar mi entrañable Orchard Hotel en Sussex Gardens, con su viejo y estirado dueño británico, candidato a mayordomo en cualquier serie de los años 60, sus camareras griegas y su única habitación disponible: un zulillo en la azotea con baño en el pasillo y Eurosport para ver a Miguel Induráin hundirse en los puertos ante la conmiseración de Stephen Roche.
Fue un momento extraño, porque de repente Londres parecía el Ramiro de Maeztu. La Chica Langosta hacía camas en Lancaster Gate, Dani embotellaba champú cerca de Victoria Station, A. pasaba unos días con sus familiares y yo escribía mi diario para T. en Kensington Gardens, comía McChickens en Edgware Road y luego esperaba a Dani para cenar un fish and chips descongelado o unas salchichas "de perro" recién compradas del supermercado junto a sus quince compañeros de piso, la mayoría españoles estudiantes en busca de un verano de fortuna.
El ídolo del momento era Tim Henman. En el país aún se sentía la desolación de una semifinal perdida por penaltis.
Aún no había Spice Girls -eso sería el año siguiente, precisamente con T., paseando por Portobello Road mientras los tenderos vendían camisetas al grito de "which one do you want, which you really, really want?"- pero en el Museo del Rock, o algo así, estaban los Backstreet Boys y Take That. Antes de Londres había estado en Pamplona, para asegurarme de que no era Hemingway, así que decidí ser o Carver o Bret Easton Ellis, a los que leía con fervor post-adolescente en mi buhardilla mientras intuía todo tipo de insectos por el suelo y el techo. De todo menos polillas, eso sí, porque las polillas eligen unos destinos un poco absurdos.
Polillas erráticas. Polillas perdidas.
T. y yo nos volvimos a ver en agosto, nos besamos de nuevo en septiembre y en octubre ya éramos novios. Hizo falta que me atracaran a punta de navaja en un cajero, pero esa es otra historia, por supuesto.