martes, junio 25, 2013
John Cheever en Castelldefels
Probablemente, mi último verano tranquilo fue el de 2006. No sé si incluir el de 2011, porque aquel fue un verano feliz pero desesperado, náufrago, de mañanas y tardes tirado en el suelo de un piso de la calle Churruca leyendo biografías de Marco Aurelio; noches en medio de ataques de ansiedad y dudas sobre el futuro. Una tranquilidad, por tanto, algo impostada, calma antes de la tempestad.
No así 2006, de ninguna manera. Acabé contrato con un conocido periódico digital y terminé de repartir los ejemplares de mi primer libro de relatos en solitario. Me emborraché varias veces en el Colonial sin ningún tipo de remordimiento, vi a Joaquín Sabina al menos un par de veces, con la playa de La Magdalena como testigo, Roger Federer volvió a ganar Wimbledon sin demasiados apuros y todo parecía avanzar sin estridencias, más allá de los puntuales ataques de planificación en los que me veía a mí mismo con 35 años habiendo publicado varias novelas, libros de relatos, guiones de cortometrajes, obras de teatro... Nada de lo cual ha sido posible, pero esa es otra historia.
Sobre todo fue el verano de B. Han pasado siete años así que creo que se puede hablar de ello: nuestra relación no fue ejemplar, los niños no tienen demasiado que aprender de ella. ¡Pero qué bien convivíamos! Echando la mirada hacia atrás, quizá solo la experiencia Fuerteventura 2008 se puede comparar a aquellos días de Castelldefels, excursiones puntuales a Barcelona para ver a Dani Flaco o a Maike Ludenbach o a Sandra Martínez, pero en general una deliciosa vagancia consistente en despertarse tarde, ver la tele, tumbarse en el suelo -un excelente indicador de mi grado de calma- y leer uno tras otro relatos de Cheever, relatos que soñaba con escribir adornándolos de periquitos. Una casa blanca, un salón blanco, de pueblo con playa, las horas pasando hasta que B. volvía de sus prácticas en la radio y entonces bajar a por el pan y comer pollo asado o cualquier cosa que hubiéramos comprado en el Carrefour, donde, por comprar, hasta compré dos camisetas.
No sé por qué pero no había tarifa plana así que no había dependencia. A cambio, paseábamos o B. me llevaba en coche hasta la zona turística, la de los chiringuitos donde cenábamos escalopes mientras veíamos anochecer y paseábamos por la arena. Éramos sorprendentemente felices. Una vez viajamos a Girona, en concreto a Sant Feliu de Guixols, de nuevo a ver a Sabina y compartir balneario con mi tío. La sensación era de que nada podía salir mal. Intentamos comprar entradas para ver al Barcelona pero se salían de nuestro presupuesto -ella era becaria, yo parado-, visitamos la estación de Sants más veces de las recomendables y cruzamos calles hasta encontrar La Fira cerrada al menos un par de veces.
Por lo demás, ya digo, la calma absoluta, el simulacro perfecto, una especie de convivencia decadente como salida de los relatos de Cheever. Cheever lo era todo, si lo pienso. Una forma de vida.
La vuelta a Madrid fue compleja porque no podíamos seguir siendo novios. De hecho, ni siquiera éramos novios en Castelldefels, más bien compañeros de viaje. Esas dudas en el Mediterráneo se solventan en dos minutos pero en Madrid cuesta más. Todo cuesta más y las angustias rebotan contra las paredes de los vagones del metro. Madrid es una ciudad demasiado pequeña, no como Londres, donde si el inglés se despreocupa es porque el espacio entre aceras casi le obliga a ello. Huyendo del frío busqué en el Festival de San Sebastián. Fue precioso. Bajo la niebla sucedían milagros. Seguía en el paro pero tenía dinero. No sé de dónde lo sacaba, sinceramente no lo recuerdo. Mi abuela estaba viva, mi padre estaba vivo, mi abuelo estaba vivo, no había problemas acechando y en el Elástico, Madonna repetía "I´ve heard it all before, I´ve heard it all before".
Luego llegó 2007 y arrasó con todo. Un año tsunami. No volví a Castelldefels hasta cuatro años más tarde, invitado precisamente a la boda de B. con otro. La gente no entendía que fuera pero yo sabía que había algo bonito ahí, que era necesario hacer un hueco en mi felicidad para que cupiera la felicidad ajena. Fue una boda preciosa, eso es todo lo que puedo decir. Una boda en la que la novia se echa a reír como una niña cuando dice "Sí, quiero" siempre va a ser una boda preciosa pase lo que pase después, porque lo que pasa después siempre les pasa ya a otros.