Sarunas Marciulionis era un jugador misterioso en unos cuantos aspectos, digamos que inusual, uno de esos soviéticos fornidos que solo aparecían una vez al año —dos, si la URSS iba al Torneo de Navidad—, enamoraba a todos los aficionados y se volvía a su club de Vilnus, el BC Stayba, con el que nunca consiguió superar el séptimo puesto en la liga ni acercarse a título alguno. El nivel del equipo era tal que en la última temporada de su estrella en Europa, la 1988-89, quedó noveno en la minicompetición lituana que se organizaba paralela a la liga soviética pese a contar ya por entonces con un jovencísimo Arturas Karnisovas como compañero de penurias. En la plantilla se encontraba también Gintaras Pocius, el padre del actual jugador del Real Madrid.
Así, un año después, Marciulionis y Alexander Volkov
llegaron de la mano a la NBA. El primero, como quedó dicho, a los
Warriors; el segundo, a chupar banquillo en Atlanta. Por supuesto,
fueron los primeros rusos en jugar la competición americana por
excelencia solo que ninguno era ruso: Sarunas era lituano y Volkov,
ucraniano, pero eso poco importaba para la prensa y los aficionados
estadounidenses. Rusia era Rusia y Rusia era el enemigo. La adaptación
de Volkov, un jugador que en Europa sería dominante en la década de los
90, fue costosa; la de Marciulionis, inmediata.
A sus 25 años, Sarunas era un hijo de la glasnost.
Le gustaban las camisetas horteras, californianas, se cuidaba el
flequillo y era capaz de machacar a una mano en transición como si nada.
Petrovic fracasaba en Pórtland, Divac
se hacía un hueco en Los Ángeles… y Marciulionis asombraba a todos con
12 puntos anotados de media en poco más de 20 minutos de juego. Por
supuesto, el estilo de Don Nelson le ayudaba, aquel famoso run and gun,
pero si alguien abrió de verdad la puerta de la confianza a los
europeos en la NBA, ese fue Marciulionis, hombre importante en los
Warriors, candidato varias veces a mejor sexto hombre de la liga,
jugador admirado por los aficionados de San Francisco y patriota leal a
su recién independizada Lituania, con la que consiguió la medalla de
bronce en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, aquella ceremonia a la
que no pudo asistir Sabonis por la borrachera que arrastraba y en la que todos los demás miembros de la plantilla llevaban unas camisetas tintadas con la calavera de los Grateful Dead,
que habían sufragado gran parte de los gastos del equipo solo por su
afinidad con Marciulionis y lo que representaba la modernidad lituana
frente al opaco aburrimiento soviético.
Aquellos
Juegos, a los 28 años, fueron la cima de su carrera. Venía de promediar
casi 20 puntos por partido en unos Warriors que enamoraban, pero la
desgracia llegó en forma de lesión de rodilla. No cualquier lesión: una
lesión devastadora que puso en peligro su carrera y lastró su físico
hasta la retirada. Después de promediar 17,4 puntos en 27,9 minutos en los primeros 30 partidos de la temporada 1992/93,
Marciulionis tuvo que pasar un año y medio fuera de las canchas y
cuando volvió, renqueante, su equipo ya no eran los Warriors sino los
Sonics de Shawn Kemp y Gary Payton, justo un año antes de que llegaran a la final de la NBA contra los Chicago Bulls de Michael Jordan.
Sarunas
cumplió: casi 10 puntos por partido en menos de 20 minutos. No estaba
nada mal, pero la desconfianza en sus rodillas no ayudaba. Los Sonics le
traspasaron a los Kings, que era como mandarle al infierno de la NBA,
una franquicia condenada a no destacar jamás… hasta que aterrizaron Adelman, Williams y Webber y cambiaron la historia. Marciulionis llegó demasiado tarde y demasiado
cojo. Su Eurobasket 1995 había sido prodigioso, un recuerdo de lo que
algún día fue. No solo llevó a su equipo a la final contra Yugoslavia
sino que estuvo a punto de ganarla: únicamente los 41 puntos de Djordjevic con 9/12 en triples y una actuación arbitral vergonzosa impidieron el sueño lituano...
Puedes seguir leyendo el artículo sobre Sarunas Marciulionis de forma completamente gratuita en la revista JotDown, dentro de la sección "El último baile"
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