Las manifestaciones de Brasil de las últimas dos semanas han traído de vuelta a las portadas de los periódicos el término “indignados”. Los que lean esta columna habitualmente saben que detesto ese término por todo lo que tiene de simpleza: de entrada, refiere a un libro que no tiene nada que ver con lo que la mayoría de la gente pide en las calles y, en segundo lugar, reduce todas las protestas a un adjetivo, lo más perezoso del mundo, que nos ahorra tener que analizar uno por uno cada caso, cada reivindicación y los problemas que pretende denunciar.
En cualquier caso, parece que la protesta vuelve a ser contra “los políticos”. En eso se parece a la mayoría de las manifestaciones sociales que han tenido lugar en Europa, no así en el mundo árabe, donde lo que se pedía precisamente es que hubiera políticos y no dictadores. Yo soy un gran defensor de los políticos, del concepto de la política y desde luego del concepto de democracia representativa, algo que nos ha costado siglos y siglos alcanzar y que me parece sin duda el mejor sistema posible.
Ahora bien, que defienda un sistema con políticos representantes no quiere decir que esté satisfecho con los actuales políticos. Claro ha quedado varias veces que no lo estoy. Cuando alguien grita el famoso “No nos representan” puede hacerlo por al menos dos razones: quien lo afirma no cree en la posible representación de los ciudadanos y aboga por una “democracia popular” o “democracia directa” o como la quieran llamar… o todo lo contrario: cree en la democracia representativa pero considera que los responsables actuales están haciendo una dejación absoluta de sus funciones que hace que la democracia en sí corra muchos riesgos, principalmente, el del populismo, es decir, la opción primera.
De ahí que el concepto de “Democracia Real Ya” haya tenido tanto predicamento y especialmente en la juventud. ¿Qué quiere decir “Democracia Real”? Para algunos sería una democracia en la que mis deseos no tuvieran que pasar por el tamiz del mediador, ese engorro incómodo. En ese caso, estamos en Ortega, de nuevo, y la tendencia del pueblo español a la acción directa. Para otros, para mí por ejemplo, una “democracia real” es aquella que recupera la esencia constitucional, esbozada ya en Inglaterra principalmente en el siglo XVIII y aceptada desde el final de la II Guerra Mundial por liberales y socialdemócratas e incluso eurocomunistas, que consiste en que yo delego en los representantes del Estado a cambio de que el Estado me devuelva garantías y cumpla su parte de trato: que utilice esa cesión en beneficio de la totalidad y no de sus gestores.
Como ambas posiciones se encuentran en los movimientos tipo 15-M, es complicado decir que estos quieren salvar la democracia tal y como la entiendo yo, pero también es injusto decir que quieren destruirla o amenazarla. En realidad, y es triste, no se sabe muy bien lo que quieren y esto está empezando a pasar en demasiados países. Reducirlo a una cuestión de caprichosos antisistema es un error. Utilizarlo como “una expresión de la voluntad pura de un pueblo que busca la regeneración y el bien común” es palabrería.
Cuando yo grito “No nos representan” es como si le gritara al técnico de turno: “Mi nevera no enfría los alimentos”. Puede en efecto que haya quien esté contra las neveras y en su derecho estará, pero en mi caso al menos lo que quiero es una nevera que enfríe, que es lo que se supone que tiene que hacer. Si la respuesta de mi interlocutor es “eso es imposible, las neveras enfrían y son necesarias” el diálogo se convertirá en un absurdo. Él me estará hablando del concepto de nevera y yo le estaré hablando de la realidad de esa nevera en concreto.
Bueno, pues con estos movimientos sucede lo mismo: a la realidad no se le ataca con un concepto. La
democracia representativa actual presenta demasiados problemas: de entrada, la propia ley electoral que configura la representatividad. Luego, la endogamia de los partidos políticos, sus oscuras financiaciones, sus vínculos, presiones e influencias con medios de comunicación, poderes económicos y judiciales… y para acabar el propio egoísmo de muchos de nuestros representantes, su afán de lucro y una cosa que ya se da por hecha: su necesidad de mentir en favor de su partido.
Pues bien, a mí, esos, y todos los que callan lo que hacen sus compañeros por el bien máximo del “partido” entendido como organización de poder semimafiosa y no como vehículo de representación de los ciudadanos no me representan. Y no tengo ningún problema en decirlo como no tengo ningún problema en llamar al técnico si la televisión no emite imágenes. Porque yo quiero televisiones que funcionen… y quiero partidos políticos, muchos y honestos.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"