El Metro de Madrid ha sido durante años uno de los grandes
orgullos de los distintos gobiernos de la Comunidad y con razón: siempre se ha
tratado de un servicio limpio, puntual, rápido y que une en pocos minutos una
punta y otra del municipio con otros municipios de la región. Por supuesto, siempre hay “peros” puntuales:
ampliaciones no finalizadas, obras carísimas, vagones con evidente necesidad de
reforma… pero en líneas generales, el madrileño ha podido sacar pecho de su
servicio metropolitano de trenes cada vez que viajaba a Londres, París o Nueva
York y comparaba.
En los últimos meses, sin embargo, hemos asistido a una
caída en picado de las prestaciones de Metro que son difíciles de explicar. Primero
fueron las exageradas subidas de tarifas bajo la falsa premisa de que los
usuarios tienen que pagar más porque hay pérdidas, cuando en realidad al
Consorcio de Transportes ya lo pagamos todos con nuestros impuestos, es decir,
no es algo que nos estén regalando, es algo que estamos sufragando y en
ocasiones nos está generando deudas que pagamos con la pérdida o recorte de
otros servicios. El precio del billete no es sino un “repago”, una manera
necesaria de conseguir financiación extra para que las arcas públicas, las de
todos, no sufran más daños.
Cuando el billete sencillo subió un 50% su precio en 2011,
la defensa de la Consejería de Transportes fue que nadie lo utilizaba, que la
mayoría de los viajeros tenían un “metrobus” de diez viajes o un abono
transportes que cubría todos sus desplazamientos durante el mes en vigor. El
Consejero en cuestión no sabía lo que era un “metrobus” pero, en fin, todos
tenemos claro cómo se llega a determinados puestos en determinadas
administraciones. Lo siguiente que supimos, a los pocos meses, fue que subían
un 40% el precio del citado “metrobus” . La respuesta, entonces, en un nuevo
ejercicio de malabarismo político, fue la siguiente: “Ojo, que el precio del
billete sencillo no lo hemos tocado”. La burla se completó con unos carteles
repartidos por todas las estaciones, que decía “Metro de Madrid: menos es más”,
cosa que probablemente fuera cierta en algún momento pero que ahora mismo es
bastante indefendible: en un país con cinco millones de parados y un sueldo
medio que apenas supera los 1000 euros, el precio del Metro en Madrid resulta
bastante caro. No el más caro del mundo, de acuerdo, pero lo suficiente como para
que la propaganda resulte casi insultante.
Las cosas han ido empeorando y no sé decir por qué ya que no
me lo han explicado. Ni a mí ni a nadie. Sabemos que hay huelgas constantes con
servicios mínimos y también sabemos que la intención de Metro es reducir los
servicios posteriores a las diez de la noche e incluso cerrar las estaciones a
partir de las doce, algo que ya sucede en Barcelona desde hace años. El
problema es que desde antes del verano es evidente para cualquiera que viaje en
Metro que el tiempo de espera en los vagones ha subido de una manera
escandalosa, es decir, que el número de convoyes operativos ha bajado. ¿Se
trata de una huelga encubierta?, ¿se trata de un nuevo recorte silencioso? Ni
idea.
Es intolerable que el madrileño pague con sus impuestos el
servicio de metro, lo vuelva a pagar a un precio considerable cuando utiliza el
servicio y que encima el trato sea cada vez peor. Si no se quiere aceptar que
los ciudadanos deben recibir un trato ejemplar de organismos públicos
sufragados por sus impuestos, que por lo menos nos podamos acoger a la clásica
divisa de “El cliente siempre tiene razón” y que nos traten como tales, como
clientes y no como ovejas hacinadas en trenes que a veces demoran su llegada
hasta diez minutos a media tarde sin explicación alguna.
En sí, no es algo demasiado escandaloso, lo que me preocupa
es que refleja una vez más cómo los dirigentes políticos han acabado creyendo
que lo público en realidad es algo suyo que nos ceden o nos prestan o nos
alquilan a tal o cual precio y aún tenemos que dar las gracias. No es así, y si
hay un problema, el que sea, lo mismo es que se informe, aunque estemos en lo
de siempre: si el periodismo no plantea preguntas, es difícil que el poder
facilite respuestas.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"