El camarero le dice "ésta va de mi parte, por todo lo que me has hecho bailar durante años" y Lichis guarda las monedas en el bolsillo y sonríe algo forzado, justo un par de minutos después de reconocer que le agrada que la gente ya no le reconozca por la calle, solo de manera muy puntual, algún chaval que se acerca y le dice "eh, Lichis, muy bien ahí, me encanta lo que haces". Al desmentido del camarero se une un grupo de treintañeros que está en la barra. "El otro día te vi y dije: este tío canta en algún lado", dice el más lanzado de los padres, "¿tú eres cantante, no?". Lichis responde "Lo que queda", muestra cierta simpatía y se despide con un "hasta luego, familia" mientras me hace un gesto para que salgamos por la puerta.
Son las dos de la tarde en Rivas Vaciamadrid y Lichis, que nació en Barcelona y se crió en Aluche hasta que sus padres se mudaron a Rivas a mediados de los 80, es una pequeña leyenda local. El chico del barrio. El héroe de la clase trabajadora. Me acompaña hasta la estación de metro mientras hablamos de hip hop y la narrativa. En lo esencial, Lichis, es decir, Miguel Ángel Hernando, y yo somos iguales, los accidentes son los que nos diferencian. Él también alude a la narrativa persona-personaje, "Miguel-Lichis" como yo insistía en su momento en la "
estúpida narrativa Guille Ortiz" que esconde al Guille de verdad, el torpe que va al supermercado y vuelve con cualquier otra cosa y escribe esto porque su novia le ha echado de la cocina de pura inutilidad.
Si hay que querer a alguien, hay que querer al segundo, aunque cueste. Querer a un personaje es algo relativamente sencillo. Ya se lo explicaba Timothy Hutton a Natalie Portman.
Es la mañana soleada de un sábado que empezó con lluvia. El día anterior, concierto de Jorge Marazu en el nuevo Búho Real de Rash. Lleno hasta la bandera y nervios lógicos de Jorgito, que disimula mal y hace bien porque no hay nada más forzado que un tímido queriendo parecer una estrella de rock. Mejor un tímido que intenta parecerlo pero no lo consiga y se limita a sonreír y mostrar el entusiasmo del adolescente que siempre será. Empieza con "La bien pagá", una canción que yo escuchaba de manera obsesiva en mi propia adolescencia, hace ya casi 20 años, en la versión de Miguel de Molina, que ni siquiera sé si es la original. Luego llegan "Las otras" y "La suela del zapato" y el final, lógicamente, es "Miedo", y pienso en felicitarle pero ha sido un día largo, así que me voy con Sofía a tomar la última botella de agua y coger un taxi a casa.
Un día que empezó a las 11 de la mañana en el Congreso de los Diputados. Leviatán por dentro, las entrañas. Entrevista con Irene Lozano, 40 minutos que se hacen cortos entre comisión y comisión. Semántica, comunicación, periodismo, propaganda. Ortega y Hannah Arendt. Sospechosos habituales. Lola graba una parte y hace fotos en medio de un pasillo por el que diputados anónimos pasean sin terminar de salir nunca de plano. El sueño del viernes mañana, el recuerdo de las cinco horas dormidas, solo cinco porque el día anterior acabé a las cuatro de la madrugada tras hablar de
Martin Luther King y la lucha por los derechos civiles en la COPE.
En medio, un artículo para El Imparcial sobre el Metro de Madrid.
La idea no era hacer esto. Supongo que a veces me siento orgulloso y a veces, culpable. La idea era hacer pocas cosas pero bien hechas y no esta acumulación grotesca que hace que no solo llegue tarde a todos lados sino que entregue artículos llenos de erratas que por otro lado nadie corrige. Saltar de Perico y Roche a ingles elemental, de inglés elemental al Congreso de los Diputados, del Congreso de los Diputados a dirigir una revista digital y de ahí a entrevistar a un cantante que ni es maldito ni es canalla. No, no era la idea. Prefiero pensar que todo esto es un aprendizaje. Laura, una de las protagonistas -quizá la gran protagonista, porque eso no se mide por apariciones- de mi primera novela, dice en un momento dado: "A mí es muy fácil tocarme... pero hundirme es complicadísimo". Quiero pensar que esa es mi táctica y mi estrategia. Vivir eternamente tocado para saber hasta dónde me llevarán los botes salvavidas. Vivir siempre fuera de la zona de comfort, en todos los sentidos. Vivir hacia adelante, siempre, buscando una felicidad que nunca sabría reconocer, supongo.
Una vida vertical, vertiginosa, cuando yo soñaba con algo horizontal, tranquilo, de tortilla de patatas y cena con los amigos de la Chica Diploma.