En 1985, Paul Simon decide dar un giro a su carrera. Es una gran estrella de la música y un icono mediático desde los 60, en su época de colaboración con Garfunkel. De hecho, todo el mundo sigue preguntándose cuándo volverá el dúo mágico de voces angelicales y de vez en vez, el dúo acepta y coincide aquí o allí. Nada serio.
Para algunos, Simon es un genio. Para otros, es un compositor demasiado blandengue. La polémica, incomprensiblemente, sigue después de "Hearts and bones", uno de los mejores discos de la historia, publicado apenas unos años antes, en 1983. El disco fue un pequeño fracaso comercial, especialmente si se compara con sus primeros discos en solitario de los 70.
La palabra "declinar" se empieza a oír todo el rato. Paul Simon tiene ya 44 años, ¿sigue interesando su música en medio de la euforia tecno-pop? ¿Qué queda de los 60 en los tiempos de la Pepsi Cola, George Michael, Madonna, Michael Jackson, Prince...?
Así que Paul Simon decide reinventarse. Por completo. Basándose en una cinta de música africana que escucha en su coche y con la excusa de un viaje a la mítica casa de Elvis, surge la idea de "Graceland", un disco divertido, alegre, lleno de ritmos negros, originales, con músicos traídos de Zimbabwe, de Sudáfrica, de lugares donde en ese momento ser negro no era precisamente algo fácil.
El disco resulta ser una maravilla: un glorioso contraste entre la poesía y el aspecto terriblemente blancos de Simon y la contundencia y jolgorio que se monta a su alrededor. No sólo es una maravilla, sino que es su mayor éxito comercial en solitario, superando a "Me and Julio" y "Still crazy after all these years". Eufórico, decide llevar "Graceland" a su origen, que por supuesto no es Memphis, sino África. Hace la llamada "gira africana", que es lo que menos pega a un músico como él.
Si en el vídeo de "You can call me Al" ya parece un pato al lado de Chevy Chase -¡Chevy Chase!- imagínenselo en un escenario delante de decenas de miles de africanos bailando, moviéndose, sin trompetas todavía, pero completamente arrastrados por el ritmo, al igual que los músicos del escenario, todos menos Simon, torpe, parece que superado, que intenta hacer algún movimiento con los pies y la cadera, pero sin demasiada fe, para agradar solamente, como si pensara "madre mía, en la qué me he metido".
¿No quieren imaginárselo? ¿Quieren verlo? Muy bien, aquí tienen:
Piensen en la época: la gira se lleva a cabo entre 1986 y 1987. África no era lo que es. El "We are the world" es de 1985, igual que los conciertos Live Aid de Philadelphia y Wembley. África era algo exótico, ignoto y con esa sensación casi evangélica de que había que hacer algo por ellos, cuidarlos, protegerlos: Paul Simon les lleva la música, su propia música. Tiene algo de simbólico, por supuesto. Cambia el "copiad de nosotros" al "mirad, hacemos como vosotros".
"Graceland" se convierte en un número uno mundial y devuelve al cantante neoyorquino a lo más alto de la escala pop. Se está bien, ahí arriba. En plena efervescencia, se atreve con los también contundentes ritmos brasileños -¡qué fue de "The sound of silence"!- y publica en 1990, "The rhythm of the saints". El disco es otro éxito, aunque más moderado. Ahí no hay tanto mensaje. Han llegado los 90, además. Las grandes giras y los estadios empiezan a quedarse desfasados...
... Además, Brasil, ¿qué es eso? Brasil molaba antes de Simon, ¿por qué insistir tanto? Todo sonaba a un punto Sting en la Amazonia con los tipos esos que se ponen platos en el labio inferior -disculpen mi ignorancia cultural-.
No es un mal disco, por supuesto, y hay gira. Por Estados Unidos, Sudamérica y Europa. Paul Simon toca en Madrid en julio de 1991, en el Palacio de los Deportes. Es un gran concierto. Meses después publica su "Concert in the Park", un directo brutal desde Central Park, disco doble -cassette doble en mi caso- que supone probablemente lo más alto de su carrera después de años y años y años, unos 30. Incluye lo mejor de su época con Garfunkel, lo mejor de sus éxitos de los 70, lo mejor de sus "fracasos" de los 80 y hace hincapié en los dos últimos discos.
Ha llegado tan, tan alto, que ya sólo le queda caer. Y cae. Mucho. En calidad, originalidad y diversión. Parece que Paul Simon, que había hecho un esfuerzo sobrehumano para divertirse durante cinco años, vuelve a casa y se deja de historias. A disfrutar con tranquilidad. Su punto sereno de película de Woody Allen, ajeno a las excentricidades.
Volvió a reunirse con Garfunkel, fue nominado a un Óscar. Grabó discos, claro, pero pasaron sin pena ni gloria.
En cualquier caso, el debate se había solucionado: en efecto, era un genio. Cuando quería. No siempre hay por qué querer.
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