Bajaba Baker Street casi a oscuras, a las seis y media de la tarde. No tenía adonde ir. Me limitaba a alejarme de Marylebone Road lo más rápido posible y acercarme a algún sitio con neones. Cualquier sitio.
Al día siguiente cogía un avión a Dublín y, sinceramente, no tenía ni idea de lo que me esperaba. No parecía importarme.
Llegué a Oxford Street, con sus tiendas medio cerradas. Cuando miraba hacia arriba temía ver la torre de BT. Tenía un miedo atroz a la torre de BT, desde aquella primera vez, en 1996. Londres es una ciudad de destripadores y detectives. Se empeña en serlo. Se empeña en la niebla y la oscuridad de bombilla desgastada. Es una ciudad en la que el miedo es comprensible. La angustia, más bien.
La torre aquella rompiendo la armonía del cielo abierto, en ese momento negro. Lo primero que me llamó la atención fueron las enormes avenidas y lo lejano que quedaba el horizonte. Sus edificios de dos-tres plantas. Incluso Piccadilly, ese gran fraude. La modestia de Piccadilly, tan británica, tan poco aparatosa, tan “de acuerdo, sacáis unas fotos y luego nos dejáis un poco en paz”.
Alguien preguntó algo. Alguien se acercó y preguntó algo. Reconozco que tengo un problema con los ingleses: no los entiendo. Eso no es lo peor, lo peor es que ellos tampoco me entienden a mí. Esto no es una gran metáfora: me refiero simplemente a que no entiendo su pronunciación ni ellos la mía. Creo que ambas partes hablamos demasiado rápido o que yo aprendí un inglés que no existe.
Busqué Leicester Square con todas mis fuerzas. Recordaba haber sido feliz en un McDonald´s de Leicester Square, en el segundo piso. A mis pies, su ciudad. Llovía, como en cualquier recuerdo barato. Había unos cines preciosos y un estreno.
En ese momento, no sabía si Leicester Square estaba cerca o lejos. Yo creía que cerca, porque en realidad todo está cerca ahí. Todo lo que merece la pena. Londres es una ciudad muy paseable –coincidimos en un desayuno con una familia que estaba haciendo un tour por estadios de fútbol, habían visto ya Highbury y Stamford Bridge, nos preguntaron, primero en catalán, luego en castellano, cómo se llegaba a Wembley-.
En Londres, oí por primera vez “Paranoid Android” y “Bittersweet symphony”. Estuve con una chica que derramaba leche por la National Gallery. Me enamoré de un payaso botando dentro de un televisor. Estuve a punto de comprar una casa morada en medio de Notting Hill –las tienen de todos los colores-. En Londres, Induráin perdió un Tour –él avanzaba hacia atrás, apretando los dientes y los demás se quedaban a su lado y preguntaban e incluso le empujaban porque todo era demasiado doloroso, incluso para ellos-, un avión estalló en pleno vuelo y alguien explotó una bomba en unas Olimpiadas. Los taxistas viajaban de incógnito por la noche, a la salida del “Pop Scene”.
Todos soñábamos con una aventura a lo Conrad, pero esta vez de afuera adentro, por decirlo de alguna manera.
Llegué a la plaza. A esa plaza o a otra cualquiera. Daba igual. Cené un Angus Steak y no conseguí explicar en qué consistía un descafeinado con leche. Empezaba a ser muy tarde. Las ocho o por ahí, ese tipo de madrugada británica de mes de octubre. Sabía que Marylebone esperaba, lo mismo que la torre. La inmensa y horrible torre que todo lo vigila. El verdadero London Eye. Recordé como un flash un puente y el Big Ben descubriéndose en perfiles improbables.
La excitación de las primeras veces.
En Londres, ella amenazaba con desmayarse en cada estación de metro. Era esa clase de chica: frágil y delicada. Creo que hubiera estado en Londres con cada una de ellas, con cada una de las chicas frágiles, delicadas y con flequillo, dispuestas a aceptar el pacto de comida basura, paseos por Hyde Park, romanticismo fingido y pronta autodestrucción.
Londres. Suena bonito, ¿eh? Mejor que Dublín. Dublín suena más a casa, suena a barriada de Madrid. Línea 7. Algo así. Nada en contra, ojo. Sus entrañables bicicletas y cuerpos descompuestos en el fondo del Liffey. El propio Liffey y el norte y sus knackers y toda la decadencia de una ciudad triste.
Londres es un enigma y Dublín es un viejo contándote una historia.
Pero, ¿a qué venía todo esto? Bajaba Baker Street ¿y qué más? Huía de algo, creo, y parece que era de una mujer. O de varias. Por lo que recuerdo, al menos dos. La tercera llegaría luego, justo a la vuelta. Llegaría hablando inglés, lo que no deja de ser irónico, don´t you think? Vivía en un hotel de lujo que no pagaba yo.
Soñaba con que todo iba a ir mejor, y curiosamente, el sueño se ha acabado haciendo realidad.