Esto no lo sabe mi esposa, pero cuando salgo de la habitación, en vez de bajar al hall subo a la terraza con mi iPad en la mano y una cara de cansancio que choca por completo con el ambiente. La piscina sigue iluminada y los camareros pasan entre las mesas. Al borde de la azotea diversos grupos toman sus copas de pie mientras ven el final del mediterráneo y las luces de los yates del puerto. Hace frío. Si no hiciera frío quizá me quedaría. Si estuviera ella, quizá me quedaría porque aquello tenía un aire a la terraza que nos descubrió Marina en Lisboa.
Pero ella no está. Ella intenta meter al Niño Bonito en una cuna quemada por un lateral, cortesía del hotel.
De camino desde el restaurante donde cenamos, me preguntó si cambiaba esto por lo de antes. "Esto" es nuestro hijo y "lo de antes" es la sucesión de recuerdos malagueños agazapados en torno al Albéniz pero también somos nosotros en distintas ciudades, sin carritos ni farmacias. No es una pregunta justa porque el niño me mira con cara de sorpresa y es precioso y quererle es un sentimiento que no se puede comparar con nada anterior, mucho menos con un festival de cine.
Antes era esta misma azotea y un montón de chicas apostadas a las puertas del hotel gritando cuando les saludabas desde arriba, como si fueras alguien. Ahora es la angustia del niño con mocos y tos, la alegría del niño dando vueltas por la cama o partiéndose de risa cuando le dices "mba" muy cerquita y luego le pasas la mano por la cara. Ahora es el orgullo cada vez que nos paran a decir lo bonito que es y hacerle monerías.
Es nuestro primer viaje juntos. El primero de los tres solos y nada más llegar la Chica Diploma se echa a llorar porque no quiere volver a Madrid, no quiere el agobio, el estrés y las decisiones. Mucho mejor el mar, el puerto, los yates y la ilusión de que la vida puede ser diferente y eso no depende del enano sino de ti. Comemos en un sitio mejorable y nos quedamos dormidos los tres en la cama. El niño y sus mocos cae rendido abrazado al pecho de su madre y su madre cae rendida apoyada en mi almohada.
Yo intento leer a Iturriaga pero no puedo: demasiado cansancio. Dormimos así durante dos horas pero cuando nos despertamos solo conseguimos estar algo más preocupados, así que farmacias y Rinomers y ya todo un poco mejor hasta que la macedonia empieza a tardar demasiado en llegar y yo me quedo frío, la Chica Diploma recuerda Roma y el niño se vuelve a dormir con una gasa en la cara.
Cansancio, sí, el mismo que me echa de la azotea porque no es tiempo de azoteas sino de salones. Descafeinados con leche. Miembros de los Rotary subiendo y bajando por los ascensores mientras el botones se multiplica para colocarlos a todos. Holandeses que murmuran "fucking football" cuando ven el anuncio del partido de mañana y portugueses que vuelven algo curda a la habitación.
Hay algo raro en el Málaga Palacio y es algo que va más allá de las cunas chamuscadas: la ausencia de un término medio. Pasa del lujo al caos a una velocidad que nos irrita a los impacientes. Los walkie-talkies y las luces que se van apagando poco a poco como para que me vaya marchando. Como si hicieran falta sutilezas a estas horas de la noche.