Pensamos en mudarnos aquí, en cuánto puede costar alguno de los pisos con terraza que dan a la Malagueta. No es una playa espectacular pero es un mar hermoso. Hay en torno a Málaga un cierto malentendido: el hecho de que no sea una ciudad bonita no quiere decir que sea fea y desde luego no quiere decir que no se esfuerce en intentarlo. Estamos en un chiringuito que no es el Waikiki pero nos vale. La Chica Diploma fantasea con mojarse los pies mañana, yo fantaseo con dormir en algún momento. Dormir y que se note.
Todo el día es un duermevela desde que el Niño Bonito decidió despertarse a las siete de la mañana y a partir de ahí ha tenido sus bajos y sus altos, uno de ellos, sin duda, las patatas bravas del restaurante de la calle Granada. También, por supuesto, el café con Montano en la azotea; a sus pies, su ciudad. Tanto se nos va la charla -nuestros temas son tristes aunque yo diría que nosotros somos moderadamente alegres- que empieza el partido y ahí seguimos, con la Chica Diploma y el enano de nuevo con nosotros, hablando de revolucionarios que se quedaron en Lluis Llach.
"Esto es exactamente lo que me interesa el deporte", digo, algo estupendo, cuando Jose me pregunta si no debería estar viendo el partido y de hecho hasta la media hora no conseguimos bajar a la habitación a ver el inicio del naufragio. Él se queda en lo alto, la piscina rodeada de rubias germánicas, dispuesto a sacar unas cuantas fotos más.
Luego llega la parte rara, la del bajón. El Niño Bonito se duerme y se despierta y se duerme y mi esposa se preocupa y se angustia y yo no sé cómo ayudarles a ninguno de los dos así que hago lo que puedo: bajar a la calle a por pañales. El problema es que son las ocho y estoy medio dormido y la ciudad vive una agitación de sábado tarde que me es ajena y me toma media hora llegar al supermercado, comprar el paquete y volver por un camino más corto.
En medio, una novia. Dos novias. Tres novias. Con la de esta mañana, cuatro novias malagueñas recién casadas tomando algo tranquilamente en una terraza mientras anochece. Novias con sus vestidos blancos y su buena suerte y gatos negros como el carbón que corren por las aceras. En medio, yo; yo y los pañales del niño, yo y la pomada antibiótica del niño, yo y mi dolor de cabeza. Una versión de mí que no me gusta y con la que no me acostumbro a convivir.
Esta mañana, en el Muelle Uno, antes del chiringuito y después del madrugón, viendo los barcos pirata zarpar y los escaparates de la tienda de ropa, todo parecía más fácil. Mi mujer me dice que no me preocupe, que mañana volveremos. Yo no sé muy bien qué decir.