lunes, octubre 20, 2014

Stoner



Cuando escribo que "Stoner" me está pareciendo floja y se me ocurre copiarlo en mi muro de Facebook, el escritor Matías Candeira se asoma indignado a los comentarios. Ni siquiera indignado, estupefacto. "¿Stoner floja, Guille?, ¿en serio?", dice, y yo me defiendo como puedo porque sigue habiendo partes de la novela que me parecen algo tediosas y a la vez vertiginosas, como si el propio escritor estuviera todo el rato queriendo cambiar de tema y avanzar corriendo para llegar por fin a la parte que le interesa contar, de manera que todo lo anterior no fuera sino un molesto preámbulo.

Eso sí, nada más acabar la última página -me quedaban 40 cuando escribí el comentario- vuelvo a contestarle y me rindo a la evidencia: es una delicia de libro.

Hay en "Stoner" dos historias de amor: una insufrible, exagerada incluso, y la otra maravillosa. Supongo que el contraste con la primera es la que hace que el lector se emocione con la segunda. Ahora bien, la verdadera historia de amor del libro, y se nota que es también la del autor es la que el protagonista vive con la universidad y más que con la universidad con la docencia y con el objeto de esa docencia, en este caso, la lengua y literatura inglesas. La pasión con la que habla Williams de las luchas internas en las facultades, del placer de la clase bien dada y la angustia de la clase que no sabes cómo dar... el regocijo a la hora de explicar las influencias latinas, medievales, renacentistas en toda la literatura inglesa posterior es una pasión y un regocijo que se contagian al lector.

Uno, al fin y al cabo, abre un libro y no otro con la esperanza de ser contagiado de alguna manera y si sabe de qué va el juego es capaz de tener toda la paciencia del mundo hasta que llegue el primer análisis positivo. Que yo no sepa de qué va el juego a estas alturas puede resultar sorprendente pero es lo que hay.

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Vienen Carlos y Álida a merendar a casa y muestran el mismo entusiasmo que yo cuando hablamos de "La gran belleza". La Chica Diploma y el Niño Bonito quedan un poco al margen: ella porque no ha visto la película aunque adora Roma y se le van poniendo los colmillos largos conforme avanzamos en la conversación y él porque ha aprendido a rodar por el suelo y a ver quién le convence ahora de que deje de hacerlo.

Proponemos una locura, lo que ahora mismo es una locura para nosotros con la fobia de Álvaro a los biberones: hacer un visionado conjunto de la película pero a lo fanático: parando en las escenas y comentando. No sé si eso es muy intelectual o muy hooligan, pero me resulta una idea atractiva: intentar encontrar las referencias ocultas en cada escena; no ya las referencias de Sorrentino que también, claro, sino las nuestras. Hay obras de arte que no hay que entender de manera objetiva sino subjetiva: ¿En qué te ha cambiado a ti la vida? Pues eso es lo que cuenta.

Después, la cosa se complica porque el niño está con una pequeña infección y entre el dolor, la infección y el atontamiento de los antibióticos se pone a llorar desconsolado y así, su madre y yo nos turnamos para dormirlo o al menos tranquilizarlo y Carlos y Álida, los pobres invitados, se quedan a media charla sobre el liberalismo de los siglos XVII y XVIII y la inesperada -o no- previsibilidad de Pablo Iglesias en Vistalegre. Ese marxismo-leninismo adaptado a los tiempos pero con las mismas ideas de base: el enemigo, el líder, el partido, el asalto a los cielos... Con qué poco se revoluciona un país decadente. A veces me da miedo de que todo lo que hubo en el 15-M se acabe resumiendo en lo más obvio: el "a ninguno de los anteriores" de Richard Pryor en "El gran despilfarro".

Pero con piolet.

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La Chica Langosta contestó el mensaje y lo hizo con una educación impecable. Yo contesté también educadísimo, como si ninguno de los dos quisiera pisar ningún callo. Es una lástima que nuestra adolescencia sea un campo de minas que nadie se haya preocupado de desactivar. Por supuesto, hicimos muchísimas tonterías pero no recuerdo que nadie matara a nadie. Éramos un montón de adolescentes con talento, con aficiones comunes, con una gran capacidad para aprovechar el tiempo libre... y con mucho miedo a querernos.

Quizá el problema fuera ese, que cuando nos decidimos a querernos estábamos tan aterrados que lo hicimos todo con una torpeza enorme hasta llegar a odiarnos o algo parecido, porque odiarnos, se ha visto, tampoco sabíamos, y lo que ha quedado es este respeto tenso, esta reunión de viejos amigos que no ha llegado en 19 años y que todo apunta a que tampoco llegará el año que viene, cuando se cumplan 20 de cuando dejamos el Ramiro de Maeztu.

A mí me gusta recordarles y quererles a mi manera. A esta manera también de escribir sobre ellos casi cada día y  la cantidad de cosas buenas y malas que hicimos. Darle un poco de normalidad al asunto. Pero eso es aquí, jugando en casa, en cuanto me sacan tengo la sensación de que todos los campos son de tierra y que, mira, con no lesionarse y, sobre todo, no lesionar a nadie, ya es más que suficiente.