Todo lo que sé del ser humano lo aprendí en la MTV y los programas de César Millán. Esos documentales en los que un adolescente sin amigos se decide a ser popular y para ello le ponen un entrenador –a ser posible alguna vieja gloria de su propio instituto- y una rutina exigente de entrenamientos que suele incluir, sea cual sea el problema, un estilista, una limpia completa de su habitación –especialmente cómics y videojuegos-, una mejor selección de amigos y una sonrisa perfecta.
En serio, me alivia. Me alivia verlos tan felices cuando todo ha acabado y el entrenador o la entrenadora les abraza diciéndoles: “Sabía que podrías conseguirlo” y todo el comedor se pone en pie y empieza a gritar en homenaje al nuevo líder de la manada. A veces pienso que una semana después se suicidarán, o cogerán un rifle y volverán a ese mismo comedor, donde, apagadas ya las cámaras, nadie te grita ni te jalea ni te vota como rey del baile de promoción… pero es un pensamiento fugaz, insensato. ¿Quién haría eso?
Me quedo con lo positivo. La terapia. La enseñanza. El rigor en los abdominales. Todos estos programas incluyen una báscula, por supuesto, se me había olvidado comentarlo. Deberían incluir un tensiómetro pero supongo que se quieren alejar de “Saber vivir” todo lo posible. Está bien, me vale con la báscula y el gimnasio. Ah, y las chicas. A ver si voy a escribir una columna sin hablar de chicas. ¡A ver si es que el de la MTV iba a querer ser popular y todas esas historias si no fuera por las chicas! Y donde dice “las chicas” pongan “los chicos” si es su caso.
En fin, el adolescente friki llama a la MTV porque ve la MTV y probablemente piense lo mismo que un amigo mío: “Me tiraría a todas las que salen en ese canal y a las que no me tiraría ahora, me las habría tirado cuando tenían veinte años menos”. Aceptémoslo, ya nadie quiere ser feo, y no me hablen de Serge Gainsbourg, eran otros tiempos.
¿Cómo era mi adolescencia? Creo que feliz aunque con intervalos. Escribo mucho sobre mi adolescencia pero yo al menos lo reconozco. Había momentos psicodepresivos y una estética que no invitaba al optimismo: los primeros 90 se pasaban entre sobredosis, suicidios y horribles camisas de leñador canadiense. A mí me hubiera gustado tener un entrenador y un eficiente equipo de realización que me ayudara a ligarme a la Chica Langosta. Aunque luego el productor gritara “¡terminamos!” y ella se alejara para siempre.
De todas maneras, es lo que hizo.
Incluso ahora, cuando pasan las noches del Búho Real o del Colonial o del Honky Tonk, el Independance… o, peor aún, cuando llego medio borracho, o borracho del todo, al Toni 2, con el único objeto de cantar a grito pelado que sigo siendo el rey, y noto esa especie de des-sintonización con el mundo, me gustaría que ahí, a mi lado, estuviera Justin Timberlake diciéndome lo que tengo que hacer o lo que tengo que decir para conseguir a la chica o al menos evitar en lo posible la resaca.
Pastillas para no soñar.
Solo que Justin Timberlake no entraría nunca en el Toni 2, supongo, y de hecho cualquiera de mis entrenadores posibles de la MTV se enfadaría muchísimo conmigo si se enterara de que no les he hecho caso y he vuelto a beber más de la cuenta, a comprar patatas en el Bocata VIP y a llevarme chicas enloquecidas a un garito decadente. ¡Con lo bien que se está en el Charada! Pero ese es el problema: no tuve entrenador y ahora voy como Adebayor por la vida, firmando contratos de cuatro en cuatro meses y procurando minimizar los daños.
Y a menudo, lo que es casi peor, consiguiéndolo.