sábado, noviembre 17, 2012

14-N: El arte de convencerse a uno mismo

Hace tres años tuve la oportunidad de viajar durante un mes y pico por Estados Unidos, desde Nueva York a Seattle y vuelta, en un Ford Fiesta amarillo del 90 que se quedaba sin motor cuando intentaba subir Grand Teton. América, desde lo íntimo, es un continente apasionante y un país insólito. En una de las paradas de motel Super 9, el presidente recién elegido, Barack Obama, daba por televisión un discurso informal que intentaba glosar las virtudes de ese amago de Seguridad Social que se ha dado en llamar Obamacare.

 Lo que pedía el presidente era convencer a los demás. Su discurso por supuesto pretendía dar motivos para la convicción, es decir, había una parte de persuasión a sus propios fieles, pero el mensaje principal era: “Algunos de los que se oponen a esta reforma lo hacen desde el odio, desean que esta Administración fracase y eso es todo. Con ellos, no podemos discutir nada. Pero la gran mayoría de los ciudadanos que se oponen a nuestra reforma, tienen motivos para hacerlo, simplemente hay que convencerles de que nuestros motivos son más poderosos”.

Convencer al rival en lugar de convencerse a uno mismo. Qué prodigio.

Obama no consiguió su objetivo y el Obamacare ahí sigue dando vueltas de cámara en cámara buscando apoyos suficientes, pero al menos mostró una manera de hacer política que aquí no podríamos ni soñar. Unas dos semanas antes de la celebración de las últimas elecciones estadounidenses, el republicano Romney y el demócrata Obama coincidieron en una cena benéfica en la que dedicaron buena parte de sus discursos a reírse de sí mismos, vacilar al rival y finalmente mostrar públicamente su afecto mutuo, su respeto a la persona por encima de las divergencias políticas. ¡Dos semanas antes de jugarse la presidencia del planeta!

En España eso es imposible y el pasado 14N se vio por qué una vez más: aquí no hay más interés que convencerse a uno mismo, porque el otro es siempre el enemigo, sin matices. Un día de huelga general se caracteriza por que todo el mundo te dice lo que tienes que hacer y cómo hacerlo y se enfadan muchísimo contigo si no lo haces tal y como te han dicho. No es lo más democrático del mundo y no hablo solamente de los sindicatos, ojo. Se ha perdido por completo el respeto a la objetividad, al diálogo. Nadie ha salido de la huelga convencido de que era necesaria si no lo estaba antes y nadie ha salido frustrado si no partía de esa situación. Somos estatuas de la Isla de Pascua, eso es lo que somos. Esa es nuestra flexibilidad.

Cuando un organizador dice que un millón de personas han ido a su manifestación y pone una foto de una avenida llena está faltando a la inteligencia de sus seguidores. El problema es que a sus seguidores no les importa. No hay manifestaciones de un millón de personas, dejémonos de estupideces. Si un millón de personas se juntaran, no llegarían de Colón a Atocha, llegarían de Colón a Villaverde Bajo. Por otro lado, cuando un organismo oficial, que representa a todos los ciudadanos, cifra la participación en 35.000 y la prensa afín aplaude el dato, la cosa es aún peor. Desprecia a los que debería servir. ¿Cómo se puede sostener que en Madrid el 14 de noviembre hubo la misma gente manifestándose que en Logroño o en Alicante también según los datos de las respectivas delegaciones de Gobierno?

Da igual porque todos queremos oír lo que nos conviene y publicarlo inmediatamente en Facebook. Esa es la sociedad civil española y tiene la clase política que se merece. Si en su momento fui un entusiasta del 15-M (y lo fui, sí, a mucha honra) se debió a que esas dos primeras semanas, el objetivo era precisamente, si no convencer, al menos dialogar con el otro, intentar comprenderlo, aunar posturas. No era el monólogo solipsista en que se ha convertido después, era, de verdad, un intento de hacer “política” en el sentido estricto. Hacer “polis”. Se echa de menos. Aquello se echó a perder porque no le interesaba a nadie y ahora, ¿qué tenemos? Mentiras y propaganda. ¿Usted qué prefería?

Artículo publicado originalmente en el periódico El Imparcial dentro de la sección "La zona sucia"