En una tertulia posterior a la tragedia del pasado miércoles
en la fiesta de Halloween organizada en el Madrid Arena, el periodista Rubén
Amón pedía a sus compañeros de La Sexta un poco de calma y de espera. Los datos
sacados de Twitter se sucedían y los testimonios en vivo eran contradictorios
precisamente por su precipitación. Tenía toda la razón del mundo, tanta que
nadie le hizo caso, por supuesto, y cada uno siguió a lo suyo, exponiendo su
teoría, buscando su responsable y exigiendo consecuencias antes de siquiera
saber lo que había pasado.
Las prisas en las tragedias son malas compañeras del
periodismo, pero el periodismo, especialmente esa cosa llamada “periodismo 2.0”
ha decidido convertirse en algo así como el McDonald´s o el Burger King de la
sociedad mediática: sirve tragedias, análisis e indignaciones a tal velocidad
que a veces incluso se nota que llevaban un buen tiempo en el congelador
esperando la oportunidad precisa para que el becario de turno la recalentase y
la pusiese sobre la bandeja del cliente.
Otra cosa es la política. Puede ser que yo le meta
demasiados palos a la política pero eso es precisamente porque creo en ella y
espero que se convierta en algo más que un patio de vecinas. En ese sentido, me
sorprendió la comparecencia del vicealcalde de Madrid, Miguel Ángel Villanueva,
al que faltó tiempo para exonerar de cualquier culpa a la organización y por
extensión al Ayuntamiento y sus cuerpos de seguridad. Aquello era ridículo: no
todo lo que se veía por Internet podía ser verdad pero tampoco parecía lógico
que todo fuera falso. ¿Por qué tanto empeño en determinar responsabilidades –el
tío de la bengala- antes de empezar siquiera una investigación?
A mí me tranquilizan mucho los periodistas y los políticos
que confiesan no tener ni idea de algo porque me invita a pensar que buscarán
la solución con mayor ahínco. Yo, por ejemplo, no tengo ni puñetera idea de lo
que pasó en el Madrid Arena la noche del 31 de octubre, pero por eso mismo me
cuesta asimilar toda esa prisa por culpar o librar. Parece obvio que hubo un
exceso de aforo, todos los comentarios directos apuntan a esa hipótesis sin
contradicciones y la policía baraja abiertamente la posibilidad. Si fue por vender
más entradas de las que se comunicó al Ayuntamiento o si fue por hacer la vista
gorda en puerta ante la cantidad de asistentes al evento, no está claro. ¿A qué
salió Villanueva a negarlo cuando aún no tenía los datos?
Tengo una teoría, y es una teoría que encaja con la política
española: Villanueva se ponía el parche antes de la herida. Lo que se llama una
excusatio non petita. En vez de
decir: “El Ayuntamiento investigará y se perseguirá a los responsables de todo
esto” se limitó a soltar el típico “nosotros no hemos sido”, a lo Bart Simpson.
A veces da un poco de miedo ver la cantidad de Bart Simpsons que pululan por
nuestras distintas administraciones. El efecto, como siempre, fue el contrario:
las pruebas, una a una, fueron desmontando la teoría inicial, es decir, sí hubo
un problema de aforo, la seguridad era claramente insuficiente, y la velocidad
de reacción fue pésima. ¿Por qué? Eso no lo sabemos, eso lo decidirá el juez
cuando investigue.
El empeño de establecer “versiones oficiales” que se van autodestruyendo
es absurdo, pero no quiero acabar el artículo sin mencionar algo que sí está en
la versión oficial y que es una verdad como un templo: algo está pasando con
nuestros jóvenes. Con algunos de ellos, al menos. Han perdido el sentido del
riesgo o nunca lo han aprendido. Puede que tenga que ver con la velocidad 2.0
que mencionaba antes y la sensación de invulnerabilidad que da la adolescencia.
Solo en Madrid, en menos de medio año, ha habido cuatro batallas campales en
eventos festivos. Hubo que esperar al último para empezar a contar los muertos
pero la violencia, la agresividad, la inconsciencia estaba ahí de antes. Puede
que a estos chicos se les haya repetido tanto lo de “no tenéis futuro” que se
lo han acabado creyendo. Eso, cuidado, no les quita ni una pizca de
responsabilidad, porque si eres tan subnormal como para meter bengalas en una
fiesta y tirarlas al aire entre 10.000 o 15.000 personas apiñadas, recurrir al
“la sociedad es la culpable” es ridículo.
Otra cosa es que a mí me interese saber qué demonios hacían
esos chicos con bengalas y con petardos y quién les dejó entrar con ellos y por
qué inmediatamente salió un político silbando ante los medios, como si el
posible acusado fuera un amigo –o conocido- suyo y quisiera protegerlo de algo.
Algo como, por ejemplo, lucrarse con la estupidez ajena.
Artículo publicado originalmente en el diario El Imparcial, dentro de la sección "La zona sucia"