En la película, Scarlett Johansson se ponía una peluca rosa y arrastraba a Bill Murray por la noche japonesa. Murray hacía como si no conociera nada, pero era improbable: Johansson apenas era la mujer de un director de fotografía, una recién casada que bordeaba los veinte años y que pasaba sus noches aburrida e insomne en una habitación de hotel con maletas deshechas por el suelo. Murray era una estrella. Una gran estrella venida a menos. Un hombre que mascaba su divorcio por fax y que había cruzado el Pacífico solo para hacer el anuncio de un whisky. Un hombre que, seguro, había estado en Tokio antes, en otros hoteles, otros insomnios, otras noches lánguidas en cafeterías decadentes.
Otros karaokes, seguramente. Hasta donde yo recuerdo, el karaoke fue una moda de finales de los 80 que llegó a España muy a principios de los 90. Una moda japonesa. Murray, en cualquiera de las promociones de sus numerosas películas de éxito tenía que haber estado en bares "cool" donde la gente cantara "More than this" entre neones y tenía que haber mirado con cara de fascinación absoluta a dos, tres, cinco, cien Scarlett Johanssons antes, chicas inocentes asomándose al abismo. El encanto de Murray en la película era hacerle creer a Johansson que no, probablemente porque era la única manera de conseguir creérselo él mismo, bajarse los humos y rendirse.
Murray lo que quería era rendirse, eso era todo. Rendirse ante el fotógrafo, el presentador o el chófer. Probablemente, el consejo que le daba en la última escena, esa última escena misteriosa en la que el actor reconocía a la aspirante a suicidófila en medio de un mercado -de todos los mercados de esta ciudad, de todas las ciudades del mundo...- la abrazaba y le susurraba algo al oído, fuera "ríndete, cuanto antes, eres joven, aún estás a tiempo".
Ese sería mi consejo, también.
La película la vi en Valladolid, durante la Seminci de 2003. Fue mi único año allí y fue un año muy raro, la verdad. Vivía en una pensión -creo que se llamaba Buenos Aires- en la parte vieja de la ciudad y paseaba bajo la lluvia por las avenidas mientras Lucía me hablaba de desmayos. Apenas iba al cine. Leía "Entre visillos", de Carmen Martín-Gaite, una lectura convenientemente castellana, y bajaba de vez en cuando a una cabina para hablar con la Chica Pop de conciertos de Blur a los que ninguno de los dos iríamos. Nos conocíamos desde justo el día antes de viajar a Valladolid, una fiesta de cumpleaños que acabó con los dos sonriéndonos en una discoteca de madrugada, mi borrachera buscando un beso que no conseguiría, todo lo más un teléfono.
Era un momento de mi vida en el que estaba crecido y a la vez derrotado. Bipolaridad. Venía de dejar dos relaciones y acumulaba números de chicas preciosas pero al mismo tiempo estaba solo, horriblemente solo y perdido. Durante aquella semana las cosas no mejoraron y me volví antes de tiempo porque necesitaba ver a aquella chica, necesitaba coquetear con el fracaso y demostrarme lo que siempre he pensado de mí, que tampoco era para tanto. La chica también estaba sola y eso no sé si jugó a mi favor o en mi contra. Un poco de todo. Una chica muy guapa y muy sola se va a pensar todo dos veces pero nunca va a dejar que te escapes. No hasta que encuentre algo mejor y no siempre hay algo mejor disponible.
La Chica Pop y yo salíamos por Chueca y compartíamos películas. En una de nuestras salidas nocturnas -jamás volví a intentar besarla, jamás tuvo que volver a retirar la boca- fuimos a ver la película que yo ya había visto en Valladolid, porque soy de los que cuando intenta enamorar a alguien siempre juega sobre seguro, hasta el punto de resultar abrumador. Una vez le escribí una cosa sobre un elefante muy torpe y una hormiguita muy frágil. Era un relatillo horrible y tuvo la delicadeza de no tirármelo a la cara. También es cierto que no podía hacerlo porque seguía sola. De alguna manera se condenó a un par de meses de ojos azules que le cantaban "More than this... you know there´s nothing" y le decían todo lo que quería oír con un convencimiento improbable.
Yo jugaba al juego como si fuera la primera vez, es decir como hacía Bill Murray en la pantalla, y convencido de que no iba a ganar, porque ganar, insisto, es de horteras. Ella lo agradecía porque al fin y al cabo, en su habitación de hotel, seguía esperando a que su chico la llamara y la invitara a comer, a cenar y a enamorarse.
De alguna manera, a mí me habría gustado tener entonces la elegancia de Brian Ferry, pero no lo conseguía. Air sacó un disco y yo me convencí de que la historia del disco era la nuestra, incluido el "Cherry Blossom Girl" -o sobre todo el "Cherry Blossom Girl"- y cuando salíamos del Patatus, mi mano sutilmente acompañando su espalda, un grupo de chicos decía a gritos: "Qué suerte tienes, cabrón" sin que yo supiera si era verdad o no, pero agradecido de que al menos se equivocaran, es decir, que toda la historia que empezaba en una película y una ciudad de simulacros hubiera terminado en un simulacro más y encima un simulacro nuestro. ¿Qué más pedir, entonces? Nada.