De entre las cosas que siempre recordaré con cariño, pase el tiempo que pase, estará la cara y la voz de la Chica Diploma un día que llegué tarde del trabajo. Hasta aquí nada especial, pero dejen que entre en detalles: yo había ido a trabajar aquel día cojo y enfermo. Cuando en este blog lean "cojo y enfermo" aprendan a poner una distancia: tenía una leve ciática y un catarro considerable, pero el caso es que mi retraso -conversaciones con los jefes, trenes que no llegan nunca- disparó todas sus alarmas y en cuanto llegué me cayó una bronca importante. Al retraso, había unido mi manía de tener el móvil en silencio, así que la pobre llamaba y llamaba y nadie se lo cogía.
Yo al principio no entendía nada pero ella estaba realmente preocupada: vale, no estaba cojo del todo, pero sí lo suficiente como para que un mal movimiento me dejara tirado en un andén, no tenía una fiebre escandalosa pero sí la suficiente como para tener que pararme en alguna farmacia a comprar más aspirinas y, en cualquier caso, cuando una convive con un hipocondríaco, no debe descartar nunca que tres estornudos lleven a su novio a Urgencias de cualquier hospital que siga en pie. Por último, me mareo en el metro. Ella lo sabe y le preocupa. A mí también me preocupa porque cojo el metro dos veces al día y son mareos terribles en ocasiones, de andar completamente zombi por los pasillos. Me he hecho todo tipo de pruebas y nadie sabe de dónde vienen.
Quizás eso nos preocupe más a los dos.
El caso es que la Chica Diploma estaba preocupada y no solo preocupada, enfadada. Aliviada, supongo, en parte, porque yo estaba de una pieza. Moqueando, pero de una pieza. Sin embargo, el cabreo seguía porque cuando una lo pasa mal y se angustia no hay excusas que valgan. Me pareció precioso. Que esa chica estuviera en casa preocupada por mí, llamándome cada diez minutos para justificar mi retraso y mostrara una inquietud de ese tamaño por lo que me pudiera haber pasado es de lo más bonito que me ha pasado en mi vida. Una entrega total.
A mí hacerme feliz es muy fácil y a la vez muy difícil. Quiero decir que cuanto menos te compliques, mejor. De T. recuerdo una raqueta de tenis que me regaló por mi cumpleaños. Una raqueta de tenis. Después de cuatro años, eso es lo que queda: la chica que me escuchaba tanto como para comprarme una raqueta de tenis porque sabía que la necesitaba. Ella, que fue al Ramiro y ni siquiera jugaba al baloncesto. Supongo que como buen adolescente lo que agradezco es esa preocupación, esa atención casi de madre. Porque a veces me siento muy solo y ellas lo saben y lo intentan solucionar así.
Yo, sin embargo, cuando quiero hacer algo especial me muestro terriblemente torpe. Cuando quiero hacer "algo bonito", cuando quiero sentir que hago algo bonito, que quizá no sea lo mismo, hago que Nacho Vegas dedique canciones o movilizo a una selección nacional de baloncesto. Todo a lo grande, porque no creo en las pequeñeces. No creo en
mis pequeñeces, más bien, porque las ajenas son las que me enternecen hasta las lágrimas.