Durante más de una década, Vladimir Tkachenko no fue el mejor jugador de Europa pero probablemente sí el más popular. Desde su aparición con la selección soviética a mediados de los 70, con apenas 16 años y ya por encima de los 2,10 de altura, Tkachenko se convirtió en un mito deportivo y estético. Eterno pívot de la URSS y el TSKA de los años ochenta, aquella mole representaba a su manera el otro lado del telón de acero: lo desconocido, lo temible. Tkachenko no era un jugador duro, pero era una pared. Cada cierto tiempo aparecía en Madrid para algún Torneo de Navidad y los niños corrían despavoridos cuando le veían salir del hotel con su mandíbula prominente.
El bigote de Tkachenko, anterior al bigote de Sabonis,
era la esencia del socialismo soviético junto a aquella cara malformada
y las espaldas chepudas, herencia del gigantismo que podría haberlo
matado pero lo hizo más fuerte. Campeón de Europa en 1979 y 1985,
campeón del mundo en 1982 y medallista olímpico en 1976 y 1980, fue el
protagonista involuntario del mayor fracaso del baloncesto soviético:
aquellas derrotas en Moscú ante Italia y Yugoslavia que alejaron a la
selección de Gomelski de la final en sus propios
Juegos. Tkachenko era el patito feo en los duelos con el Zalgiris de
Sabonis, el coloso objeto de admiración y de burla.
Esa
imagen de dureza, de seriedad, de malo de película de James Bond, no se
correspondía en absoluto con su forma de ser, ni siquiera con su forma
de jugar. Todo el mundo coincide en que era una excelente persona,
incapaz de negarse a cualquier sacrificio hasta el punto de acabar casi
cojo por forzar lesión tras lesión: espalda, rodillas, tobillos…
Educación soviética llevada al extremo, partidos míticos contra el Real
Madrid en el Pabellón de la Ciudad Deportiva, codazos a Giannakis más o menos involuntarios.
Aquel
ucraniano que fuera rápidamente llamado a filas por el ejército para
fortalecer de paso las filas del TSKA, demostró cierta torpeza para
llegar tarde a los sitios: apareció en la selección cuando la Yugoslavia
de Dalipagic, Delibasic, Kikanovic y compañía arrasaba
allá por donde iba y formó parte del equipo insignia del ejército rojo
cuando sus mejores años de los 60 y 70 ya quedaban atrás, incapaz de
jugar ni una final de Copa de Europa en las ocho temporadas que jugó en
Moscú, de 1982 a 1990. Cuando por fin Gorbachov abrió fronteras y permitió que Sabonis, Tikhonenko y Khomicius se fueran a Valladolid, Gomelski a Tenerife, Belostenny al CAI y Volkov o Marciulionis
a la NBA… Tkachenko ya era un veterano de 33 años cuyas continuas
lesiones le habían mantenido alejado de la selección desde el Eurobasket
que perdieran contra Grecia en 1987.
Por
entonces, el ucraniano compatibilizaba su trabajo en la cancha con el
de telefonista en una compañía de taxis. No es que en Moscú abundaran
los taxis a finales de los 80, pero imagínense ir a pedir un coche de
madrugada y que les aparezca al otro lado la temible voz de Tkachenko.
Su vida se convirtió en un sketch de La Hora Chanante. Con
problemas para pagar sus múltiples tratamientos médicos, decidió aceptar
en 1990 la única oferta seria que recibió y que le aseguraba algo de
dinero, porque en España por entonces tenía dinero hasta el Guadalajara,
al menos el suficiente como para permitirse traer a aquel hombre venido
a menos y colgado a una centralita.
Tkachenko llegó como un héroe en agosto de 1990. Eran los años de Audie Norris y Stanley Roberts.
De Epi y Villacampa. John Pinone y Granger Hall.
La selección española venía de hacer el ridículo en el Mundial de
Argentina, donde los jugadores lituanos ya se habían negado a participar
con la selección soviética y las tres repúblicas bálticas habían
declarado su independencia bajo el manto occidental. La URSS se
descomponía a pedazos mugrientos y de ahí salió hasta el bigote
histórico, el del único hombre con hechuras como para mantener todo
aquello unido.
El
Guadalajara era un equipo de 1ªB, el equivalente a la segunda división
del baloncesto español. Se había establecido en la zona noble de la
categoría y vivía básicamente de los canteranos que el Real Madrid le
enviaba. Solo en aquella temporada, la 1990/91, hasta cuatro jugadores
habían llegado del equipo junior madridista, formando una curiosa mezcla
de veteranía e insultante juventud. Los inicios fueron esperanzadores:
Tkachenko podía jugar en torno a los 30 minutos por partido, aunque
fuera a su ritmo, y llenaba pabellones allá donde fuera. Había algo de
mono de feria en aquel hombre al que nunca se le perdonó que no fuera
Sabonis, que no tuviera su elasticidad, su visión de juego, su potencia
en el contraataque, su inteligencia en la cancha…
A
veces da rabia ver lo infravalorado que estuvo Tkachenko, un jugador
que era algo más que un taponador torpón. Mucho más, de hecho. Quizá
menos técnico que Belostenny —quien también aterrizara en España—, Goborov, Belov o el mencionado Sabonis, pero con mucho oficio, una mano aceptable y una capacidad reboteadora excelsa.
Los
primeros partidos del Guadalajara fueron una sucesión de victorias
encabezadas por aquel gigante ucraniano, camiseta de colores ceñida al
cuerpo, como si le viniera dos tallas menor, como si Guadalajara no
fuera Kiev. Poco a poco empezaron a llegar las molestias, ausencias
puntuales, el inevitable choque cultural, las expectativas de no se sabe
muy bien el qué… El Guadalajara tenía como objetivo ascender a la ACB
pero se quedó a las puertas, un digno cuarto puesto que no sirvió de
demasiado pero que puso las bases para el ascenso que sí se conseguiría:
el de 1993… solo que por entonces ya no quedaba dinero para pagar el
canon ACB.
Los
números de Tkachenko, pese a su edad, pese a sus hernias, pese a la
frustración que debe de suponer pasar del campeón de la URSS a un equipo
de segunda fila a las afueras de una capital española —una ciudad
dormitorio para una estrella dormida— fueron más que aceptables: 15,7
puntos, 8 rebotes y más de un tapón por partido, con unos porcentajes
que rozaban el 65% y atreviéndose incluso a tirar algún triple que otro.
Si Tkachenko lo pasó mal en España no lo demostró jamás. Recordemos: él
no se quejaba nunca. Simplemente, no llegó a un acuerdo para la
renovación y se volvió a Moscú, a su TSKA, el equipo que le viera
triunfar.
El equipo de un ejército que prácticamente ya no existía como tal. Días de Golpes de Estado y nuevo capitalismo.
Tkachenko
era miembro de la plantilla aunque apenas jugó. Quedó como una
reliquia, su bigote ya canoso y la chepa cada vez más acentuada. Volvió a
pasar por Madrid para un torneo de Navidad y se le recibió como el
héroe estético que era. Aquel fue su último año como baloncestista
profesional, quedando en una situación económica algo precaria pese a
los zapatos y cigarrillos que intentó colar de contrabando a la vuelta
de España. No tuvo que coger más teléfonos, pero sí empaquetar productos
en una cadena de montaje. De vez en cuando regresa a España,
probablemente el país en el que, por razones diversas, fue más popular.
La prensa tiene siempre un par de fotos para él y él intenta amagar una
sonrisa sin conseguirlo del todo. Puede que quizá nunca le enseñaran.
Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "El último baile"