Álvaro Vázquez tiene un punto irreal, de personaje de una novela. Mi novela, por ejemplo. Hay en él un toque marcadamente estético, una especie de pose canalla que recuerda al primer Sabina, al de "Malas compañías", "Juez y parte", etc. Lo sabe y le gusta. Lo alimenta. Eso no es todo: además, lo hace bien.
La pena con Vázquez es que no se prodigue más, que dé conciertos tan de vez en cuando: hablamos de un tío que pasa por completo de las servidumbres del circuito, que tiene claro que va a su bola y que disfruta con lo que hace sin necesidad de dar una lección a muchas de las mediocridades que hay por ahí sueltas. Un tipo que hace música por que le gusta y punto, sin mayores pretensiones.
Pasa de Sabina a Chaouen y de Chaouen a Lichis con una facilidad asombrosa. Tiene voz para eso y para más. Sus canciones, la mayoría al menos, no son aburridas ni simples. Gasta mala hostia y luego se pone tierno. Juega. Todo el rato. Con la seguridad del que no parece importarle si pierde o no. Con Vázquez, las cosas claras y el chocolate espeso. Su concierto de ayer en Barcelona, 8 fue menos exitoso en cuanto a público de lo que él pensaba y mucho más de lo que pensábamos los demás: domingo, relativo frío, diez de la noche...
Pero Vázquez, ya digo, hace sus cuentas en su mundo y luego ya se va adaptando.
A pesar de que el concierto se podría considerar una especie de oportunidad, no sé bien de qué, por aquello de que era en un sitio conocido y que toca más bien poco, a Álvaro no le importó sacar a sus amigos para que se lucieran: Pablo Ager tocó su última canción -"siempre digo que es la última y luego voy y hago otra, que se jodan", dijo Pablo y fue el mejor chiste de la noche- y yo desafiné "Carne de canción" de La Cabra Mecánica.
Seguro que a Lucía le pareció un auténtico desastre, pero esta vez sonrió y dijo lo contrario. Sonreír y decir lo contrario de lo que uno piensa es algo tremendamente minusvalorado y que habría que hacer más a menudo. La honestidad mata.
En lo que a mí respecta, ya saben, haciendo historia: puedo decir que he cantado en Galileo, en El Trece, en Barcelona 8, en el Astrolabi y en un sitio llamado La Leyenda. Eso sin saber tocar la guitarra ni haber compuesto una canción en mi vida. Un ejemplo de autosuperación. O vayan a saber de qué. Justo antes de todo ese "por no despertar solo otra mañana" monté un corto maravilloso -cada día más maravilloso- y me uní a un grupo musical llamado Mandanga. Con percusionistas, rastas y perroflautas.
Ah, y con Pablito, claro. Todo con la esperanza de que algún día una chica pueda decir "Tía, me he tirado al de Mandanga", que queda mucho mejor que decir "Tía, me he tirado a Guille Ortiz". Al menos, a mí me suena mejor, pero ya saben cómo funciona mi autoestima... Con autoestima no haría falta historia.
Con autoestima igual yo era Álvaro Vázquez y él escribiría sobre mí