Hierven los clubs y a los post-adolescentes les pilla el anuncio de su nombre en el baño y luego se unen arriba, en el escenario, a cantar, a berrear, a desafinar a lo grande, a bailar, a abrazar a Pancho, a ponerse unos bombines horrorosamente sabiniformes, a dedicar canciones, a mostrar borracheras y a disimularlas...
Nosotros, Arantxa, Julia y yo, les miramos desde lo alto, en una mesa que nos han conseguido entre Pancho y Domingo junto a una entrañable asturiana y una entrañable catalana, compañera de Facebook. Llegamos a las 20,30 para evitar líos, coger las entradas, apuntarnos en la lista del karaoke y darle a mi tío su versión de la camiseta que me dedicó Hache y que pone "Yo sobreviví a 2007". Lo ideal para diciembre de 2008.
La camiseta le viene ajustada. Él lo sabe y yo lo sé, pero aun así se la pone, como gesto familiar, y se pasa toda la actuación ahí, congestionado, pero aguantando. Galileo se llena. Como nunca. Yo no creo haber visto nunca así la sala, desde luego. Quizás en aquel concierto de Nacho Vegas o en otro de Jorge Drexler hace siete años ya. Pero diría que ni siquiera entonces. Todas las mesas abarrotadas, los pasillos y las escaleras cortadas, sólo la platea algo más tranquila y desahogada.
El concierto empieza, como siempre, con las versiones de los propios músicos: sorprenden con "Muro de Berlín" y "Zumo de Neón" -
Sabina va de coca, Viceversa de tinto y aspirina, recuerdos de los 80-, sacan a Manolo Rodríguez, músico sabiniano durante años, co-compositor de "No me importa nada", un tipo formidable en todos los aspectos a guitarrear en "Caballo de cartón", la hija de Jaime Asúa sorprende y Quequé sorprende aún más con una versión casi perfecta de "19 días y 500 noches".
Luego, Susana sale a cantar "Y sin embargo" y el karaoke empieza.
Se empieza a respirar una de esas atmósferas mágicas. De pub escocés al grito de "Oh, Danny Boy". Todo el mundo canta, arriba y abajo. La gente se pone de pie. Pancho suda, Antonio se parte de risa, Jaime tiene la adrenalina por las nubes. Yo salgo en la segunda canción y me muero de ganas de decirte que me muero de... que por otro lado, era una de mis grandes canciones adolescentes y todo el mundo sabe en qué aprecio casi religioso tengo yo a mi adolescencia. Es divertido. Me toca con un tipo super majete que se come el marrón de empezar. Arriba no se oye nada, absolutamente nada. Ni se oye ni se ve, pero ya estoy acostumbrado. Canto mi parte y doy palmas y animo al público. El Freddy Mercury de la lechuga, soy. El Gurruchaga delgado.
Me acuerdo de conciertos melancólicos mientras le doy un beso a Irene, a Alejandra, a Carmela, las chicas del backstage y salgo corriendo de vuelta a mi sitio y la gente me felicita contentísima, porque hoy todo el mundo está contento, porque, como le digo a Arantxa: "El 80% de la gente aquí está jodida, pero ahora están disfrutando como niños y les da igual todo" y ella dice: "¿Por qué sabes que están jodidos?", "Porque el 80% de la gente, en general, está jodida".
Y es eso. En los karaokes, todo da igual. A los músicos les da igual estar agotados. A Rubén le da igual tener que organizarlo todo. A Domingo y los chicos de Galileo les da igual tener que esquivar a la gente con sus bandejas y a los fans les da igual que Sabina no esté ahí arriba porque durante una hora y media ellos son Sabina, y llega el final clásico de "Noches de boda" mezclado con "Y nos dieron las diez" y se suben 8-9 personas al escenario -aquello parece un "Tiovivo" ramirense- y cuando acaba nadie quiere irse, así que nos quedamos. Un buen rato. Los músicos profesionales y los amateurs. Jodidos, pero contentos. Unas horas, al menos.
Una nueva acepción de la palabra "tregua".
Fotos cortesía de Laura Juvinya