Dice mi hermano que la película de los Coen es una comedia. A mí no me pareció una comedia, pero sí es cierto que los Coen dan al absurdo un toque cómico constante que puede hacer desviar la atención del espectador. Y puede, incluso, que les hiciera gracia convertir la novela en una especie de comedia absurda de persecuciones. O al menos en parte.
Desde luego el libro no es una comedia, eso se lo voy diciendo ahí. Sí está lleno de diálogos -la novela es una sucesión de diálogos, de hecho, junto a descripciones de acción al estilo de un guión sólo que en vez de poner "CORTA A" pone "y"- que tienen un punto gracioso para los que vivimos aquí. Es decir, para los que no somos sureños texanos de más de 50 años. Sin duda, Cormac McCarthy lo hace a propósito.
Situando la acción a principios de los 80, el autor evita que se busquen relaciones inmediatas con la actualidad pero a la vez conseguir que esa fecha sirva de referencia para lo que vendrá después. El protagonista de la novela, el sheriff Bell, de un condado de Texas, a punto de retirarse, tiene unos matices psicológicos que la película no consigue reflejar: es un hombre que no cree en lo que hace. Que no cree en sí mismo -piensa que es un farsante y un cobarde, que siempre lo ha sido desde la II Guerra Mundial, en la que combatió- y que no entiende nada de lo que pasa fuera.
Absolutamente nada.
El libro es un libro sobre la perplejidad. La desintonización. El mundo no es el que era. Estados Unidos no es lo que era. ¿Alguna solución? No. Bell abandona el cargo, en parte por hartazgo, por culpabilidad y por miedo: los viejos ya no entienden a los nuevos y no sirven de nada. Hace falta nueva gente con nuevos métodos.
En medio, una múltiple persecución que nace del engaño y la matanza de unos narcotraficantes. Sin duda, la droga es uno de los símbolos de "lo nuevo" que Bell no entiende. No entiende las matanzas y ni siquiera entiende que eso valga dinero, es decir, no entiende qué demonios ha pasado en este país para que de repente la droga sea un bien de consumo que produce tantísimo dinero como para que la gente se recorra el país con maletines llenos de dinero y disparando a todo lo que se mueve.
Un país de psicópatas.
Un país que tiene a Anton Chigurh -Javier Bardem en la pantalla-, una especie de eslabón perdido. Un "fantasma" como se refleja en el libro a menudo: un hombre sin ningún escrúpulo, capaz de asesinar y torturar por puro placer, pero que a la vez le mueven los viejos principios: la palabra dada, el compromiso, el gusto por su profesión. Se mantiene alejado del dinero y las drogas. Eso es lo que le hace invulnerable, en su opinión, y el lector tiende a pensar que sí.
De fondo, Vietnam, la Guerra Fría, la II Guerra Mundial... "No es país para viejos" es, en parte, lo que querría hacer Michael Moore, pero bien hecho: un análisis de la descomposición de un país desde dentro del propio país. Una especie de psicoanálisis en el que no se oye al doctor, sólo al paciente. Lo dicho: no hay recetas.
La riqueza de los personajes y sus diálogos es desbordante. Eso sí, al principio, reconozco que si no hubiera visto la película no me hubiera enterado de nada. No se dan pistas ni se hacen rehenes. Minimalismo al máximo. Esto es lo que hay. El narrador pasaba por ahí todo el rato.
Si tuviera que resumir esta novela en una palabra, esa palabra sería "libraco", cosa que por otro lado ya esperaba y que, para los que no me conozcan, quiere decir que es muy buena. Exageradamente buena.