Si algo he aprendido con los años es llegar a la casa de La Revilla sin perderme. Es un chalet en una urbanización que queda a pocos metros del pueblo, equidistante casi de San Vicente de la Barquera y Comillas. Uno de esos lujos ajenos -la casa, como casi todo, es de mi madre- que uno se permite disfrutar con una naturalidad que no debería ser tal, porque en realidad todo ahí invita al asombro: el campo, los Picos de Europa al fondo, la Playa de Oyambre, la Playa de Merón, el Hotel Gerra Mayor con su niebla sobre las costas. Entre esto y Suiza no hay tanta diferencia y esto, además, es, un poco, mío.
Mío y de la Chica Diploma, última etapa de nuestras vacaciones. "En parte, esto es como una segunda Luna de Miel", le digo, pero ella advierte que no, que simplemente son unas vacaciones y probablemente el problema sea que yo no estoy acostumbrado a las vacaciones y me parecen una cosa extrañísima. Los días de La Revilla siguen los parámetros iniciados en Santander, una descompresión paulatina que debería llevarnos de nuevo a Madrid, el trabajo y la rutina, todas esas cosas asquerosas. En el chalet no hay 3G así que repartimos el tiempo entre sus estudios y mis libros, en este caso la autobiografía profesional de Félix de Azúa.
A veces tengo que preguntarme qué me separa de las grandes mentes de este país, teniendo a De Azúa por una de ellas. Tengo que preguntármelo porque supongo que si no ves la cima es complicado seguir subiendo el Angliru. Las conclusiones a veces son autocompasivas y a veces son autocomplacientes, si es que ambas cosas no son lo mismo. Me explico: en ocasiones creo que lo único que me faltó fue tiempo y gente que apostara por mí. Otras, apelo al talento, a la ausencia suficiente de talento o al menos a la ausencia suficiente de convicción. Ser un escritor sociófobo es muy complicado, admitámoslo. Si la sociofobia te da para leerlo todo, todavía. Si te da para ver partidos del Bayern de Munich de Guardiola, imposible.
En la distancia, decía antes, las posibilidades son tantas que acaban por ser ninguna. ¿Qué me cabe esperar? Nada. Profesionalmente, estoy en un callejón de difícil salida: demasiado tiempo haciendo cosas que no me gustan, cosas que no me hacen progresar. Yo debería estar leyendo y escribiendo y ganándome la vida con ello haciéndolo cada día mejor. Para ello solo haría falta tener un montón de lectores que compren mis libros y un montón de editores que publiquen mis obras o mis artículos y los paguen a precio de chalet en La Revilla.
Eso, de momento, no existe.
Otra cosa sería que me diera igual. Podría darme igual. Ya está la Chica Diploma y pronto estará Leopoldo y al fin y al cabo mi madre ya tiene un chalet en La Revilla, ¿para qué empeñarse en conseguir otro? Que la fama sea para los demás y con la fama el dinero y quede para mí la tranquilidad y el tiempo libre, el menú de fabada y filete a la plancha en cualquier restaurante de Comillas. El problema es que no me da igual. En absoluto. Voy a recurrir de nuevo y puede que por última vez en esta noche a las dos mujeres de mi vida, a ver si así consigo que ustedes entiendan algo: la Chica Diploma siente fascinación por los vampiros y probablemente desconozca que yo soy uno de ellos, es decir, que yo no tengo nunca suficiente y que por tanto no hay fabada que calme el apetito. Cada libro en realidad genera la necesidad de otro libro, cada colaboración implica la responsabilidad de otra colaboración mejor. No hay paz. Nunca.
Lo que me lleva a mi madre. De adolescente, recuerdo que a veces me pedía consejo porque admiraba mi "inteligencia emocional". Yo diría que eso es lo que Andrés Barba llama, mucho más acertadamente, "astucia". La inteligencia emocional era una de las muchas inteligencias que se me atribuían, puede que con cierta razón. Lo que no sé es cómo he hecho para perderlas todas, hasta convencerme de que el tiempo nos hace cada vez más tontos o, como mínimo, más torpes. No he leído todo lo de Azúa, no me explico con la claridad de Muñoz Molina, el embarazo de mi mujer no interesará a nadie como el de la mujer de Jabois.
Supongo que todo esto me convierte en Salieri.
Y me da pena.
Incluso a diez grados paseando por el arcén de la carretera mientras las vacas enormes menean el rabo y las cabras se golpean en las praderas, el sonido de los cráneos interrumpido muy de vez en cuando por la aceleración de un coche. "Yo no voy tan deprisa", dice la Chica Diploma cuando los ve pasar, como disculpándose ante alguien que se ha resignado a ir lento, demasiado lento, inesperadamente lento, y no tiene esperanzas de que eso vaya a cambiar.