La primera canción que suena nada más llegar a Heathrow y
entrar en el cuarto de baño es “All I want for Christmas is you”. El paso de
Oasis a Mariah Carey indica algo, aunque no sé muy bien el qué. Lo que sigue
igual es el metro, el claustrofóbico metro hasta arriba de turistas con cara de
perdidos, el inglés mezclado con portugués o francés o cualquier otro acento.
La parada equivocada. Los minutos esperando en Baron Street un tren que no
llega y así la noche de viernes avanza hacia el agotamiento y las caras largas,
exactamente igual que en 1996 aunque el destino esté un poco más cerca:
Lancaster Gate tras doble transbordo: Earl´s Court y Marble Arch.
El hotel no es gran cosa pero es algo y eso en Londres
basta. La chica del servicio de habitaciones es española. No será, obviamente,
una excepción: la chica del Starbucks del día siguiente también será española,
como la vendedora de bolsos de Camden Town... precisamente, ahí me quedo, en
Camden Town, sábado por la mañana, principio de ciclogénesis que nos pilla en
pleno tour nostálgico: Sussex Gardens hasta Edgware Road, Marylebone Road hasta
Great Portland Street y ahí un paseo obstinado y probablemente innecesario
contra la lluvia y el viento hasta llegar empapados al barrio hipster por
excelencia de la ciudad.
La Chica Diploma juega en casa: se conoce todas las tiendas.
Es probablemente su momento del viaje, pero es un momento complicado porque los
dos seguimos cansados del día anterior y el tiempo no acompaña. Después de comer
en un restaurante español –por supuesto, las camareras, ya saben...- cogemos el
metro y vamos al centro. No sé qué esperábamos del centro pero supongo que algo
más navideño, algo más espectacular, como si a estas alturas yo no conociera
suficientemente bien a los ingleses... Oxford Street es un continuo de paraguas
y bolsas de la compra, último fin de semana antes de Nochebuena. Ella compra en
un Top Shop, yo quedo con Aída y Elena en un Costa, que es como un Starbucks
pero en local. Luego los cuatro nos juntamos y lo que iba a ser un café rápido
se convierte en tres horas de charla.
Eso hace que el día de repente se complique, porque hasta
las cuatro todo había ido incluso lento, que es la sensación que provocan los
anocheceres tan tempranos pero de repente sales del café a las ocho y todo hay
que acelerarlo: el paseo a Piccadilly, la visita fugaz a Leicester Square y el
deambular por Covent Garden, donde un chico canta, guitarra y voz, “All these
things I´ve done” ante un entrañable público de hooligans borrachos.
El resultado de tanta aceleración, tanto viento y tanta
lluvia es de nuevo el cansancio. Más aún si a los retrasos se suma la
obstinación en el caminar, en disfrutar de Londres como si uno no pudiera
saltarse una pantalla. Cansancio en la vuelta y finalmente metro –no me gustan
los autobuses, me ponen nervioso los autobuses en general, no solo los
ingleses, supongo que disparan mis inseguridades- hasta el hotel donde
simplemente deseamos que el día siguiente sea mejor.
Y lo es.
Es un día estupendo, sol y bollos en una cafetería de Marble
Arch, paseo por Hyde Park donde los locos del Speaker´s Corners aún no han
llegado, expectación en Buckingham Palace por lo que parece la salida de la
reina y no es sino un espectacular cambio de guardia de las 12. Así sí, así da
gusto, así se puede pasar Green Park y Saint James´s Park y de vuelta, ahora
con más calma, a Covent Garden para comer paella al aire libre, una paella
insípida pero paella al fin y al cabo, una acróbata sostenida en el cielo con un
micrófono inalámbrico en la boca, paseo hacia el río Támesis, desde el London
Eye hasta Westminster Abbey, las Casas del Parlamento incluídas, cómo no,
porque por típicas que sean, siguen siendo preciosas, y a las 4, por supuesto,
la noche y la vuelta al hotel porque no queremos repetir errores.
Una vuelta que, pese a todo, vuelve a hacerse larga, Park
Lane rodeando Hyde Park, hoteles de lujo y Aston Martins últimos modelos,
después Bayswater Road, que a la Chica Diploma le recuerda a Párroco Eusebio
Cuenca pero en más larga, y no le falta razón, especialmente a oscuras, cuando
todos los gatos son tan pardos que igual te da tener a un lado vías abandonadas
de tren que los Jardines de Kensington, porque, al fin y al cabo, no se ve
nada.
Y así llegamos al lunes, al día ciclogénico por excelencia,
ya desde la mañana. Una lluvia y un viento brutales que nos acompañan por
Queensway, dejando atrás el típico restaurante de carne escocesa en el que
cenamos el día anterior y nos impide disfrutar de Notting Hill como deberíamos,
Portobello Road limitado a pequeñas tiendecillas de recuerdos, librerías de
música, Kensington Church Street hasta Kensington High Street, café en una
patisserie donde la chica no es española pero tampoco es francesa, sino
italiana. La ciudad donde nadie es de donde parece. Comida en el Whole Food
Market de al lado del metro, una tienda-restaurante enorme de productos
mayoritariamente ecológicos y con una supuesta vocación de comercio justo, y a
la salida, el caos más absoluto: un viento como para echarte hacia atrás, el
mango del paraguas torcido, un vano intento de cruzar el parque para llegar en
línea recta al hotel porque el parque es en realidad una piscina embarrada.
Así que metro, sí, metro de nuevo a Lancaster Gate y
Bayswater Road y precios de Internet abusivos en nuestro hotel de tres
estrellas y programas enloquecidos de la ITV, McDonald´s, jamón de york, cinco
horas de sueño y de nuevo de pie, de nuevo la ciclogénesis, desayuno a las seis
de la mañana, carrera a Paddington, Heathrow Connect por los pelos... y
sorprendentemente aviones que aterrizan y despegan en Madrid. Con muchos botes,
con mucho miedo, con todo lo que quieran, pero aterrizan y despegan. El 24 de
diciembre a la hora de comer. Justo a tiempo para la siguiente etapa.