domingo, enero 26, 2014
Inside Guille Ortiz
Vamos al cine a ver "Inside Llewyn Davis". El principio de la película es pasable, justo hasta que se estanca. La preparación del contexto y el personaje: Nueva York, algo que parecen ser los primeros años 60, una bohemia Greenwich Village de artistas malditos y ricos benefactores con influencia berkelyana... y nada más. Nada más en toda la película. Algún personaje estrambótico propio de los Coen y el transcurrir de la vida bajo unos mismos parámetros. Se puede argumentar que ese transcurrir es en sí una historia y tendrá razón. A mí me critican mucho que mis historias no tienen historia, solo personajes y eso con suerte. No puedo evitar comparar "Llewyn Davis" con "Los detectives salvajes". Dos historias bohemias. Una sin sangre, estética, y otra, brutal. Me quedo con la brutal.
Lo mismo le pasa a la Chica Diploma. De hecho, ella desconecta antes, mucho antes, y es cuando ella da muestra de su desconexión poniéndose a leer Facebook en el móvil cuando me doy cuenta de que yo he desconectado también o al menos estoy a punto de hacerlo. En la pantalla, Davis va a visitar a su padre, un tipo huraño en una residencia, y su padre se caga encima mientras él le canta una canción folk. Eso en un musical no pasaría.
Todas las residencias de ancianos me recuerdan, obviamente, a mi residencia de ancianos, es decir, la de mi abuela, la que se ve a la derecha según entras por la carretera de Barcelona y que sirve para decir: "Ahí murió mi abuela, ahí vivía mi ex novia" (es verdad, mi ex novia vivía justo enfrente de la residencia de mi abuela y eso no es que dé para una novela es que la novela está escrita y, como casi todo, inédita). Lo que yo recuerdo de aquella residencia, de aquellos seis meses de mi abuela, coqueteando con la senilidad a sus 87 años, siempre ha estado rodeado de la percepción de algo terrible, un "no querer estar ahí" continuo, que todo pase cuanto antes.
Sin embargo, cuando veo a Davis coger la silla y sentarse, me acuerdo de las cosas buenas, de cuando llegaba a su habitación y ella veía y no veía la tele y yo cogía la silla, me sentaba al otro lado de la mesa, le cogía la mano y le ponía un disco, a veces el de Ana Belén -"pobrecita de mí"-, a veces el de Jorge Drexler y ahí se quedaba ella, con los cascos puestos, moviendo los dedos al ritmo de las canciones mientras decenas de personas gritaban como locos en "La Ruleta de la Fortuna".
Es curioso, el mismo programa que echaban en la Ruber cuando a mi padre le daban la quimioterapia.
El caso es que por un momento lo echo de menos. Echo de menos esos momentos de intimidad con mi abuela, esa complicidad sin palabras, la misma de los 30 años anteriores. Por supuesto, la tensión generalmente superaba a la paz pero la paz estaba ahí y yo creo que a los 35 supe llevarlo mejor y a los 50 o 60 seré un excelente acompañante de enfermos terminales. Porque es lo que te va a quedar luego y quizá no te das cuenta al principio pero con el tiempo, sí, claro, y te gustaría poder contarle cosas a tu abuela y que ella te las contara a ti, aunque fueran sus disparatados viajes por carreteras que no existen o la niña pequeña que se escondía bajo su mesa camilla y no quería salir. Cosas, no sé. Las cosas son mejor que la tristeza, que diría Loriga.
Todo el mundo ve morir a gente pero no todo el mundo ve morir a tres personas tan queridas en seis años. Y si lo hace, que no espere salir indemne.
El otro día, en Twitter, alguien mencionaba mi segundo libro, "Cuando las cosas dejaron de tener sentido". Decía: "Me parece que estoy leyendo mi propia vida". Creo que lo bueno de mi vida es que soy capaz de adaptarla para que entre en el guion de cualquier otro. Eso es, quizá, lo que me define como escritor y, efectivamente, limita el interés de las historias como tales. En cualquier caso, me alegró. Me transportó a 2007, el año que sobrevivimos peligrosamente y a esa necesidad compulsiva de ser escritor. No periodista deportivo, escritor. Loriga -disculpen la insistencia- decía que para ser una estrella no hacía falta que un millón de personas gritaran tu nombre sino que una la gritara un millón de veces. Yo nunca he aspirado a estrella pero sí soy un vanidoso, una vanidad a la que le sirve que cada año una persona grite mi libro una vez. Que no es poco.