Mi Santander no es esta. Mi Santander tuvo que ser inevitablemente la de mi padre: las calles estrechas y sucias, como si aún quedara hollín del incendio, las cuestas que se curvan, las aceras llenas de gente tomando blancos. Una Santander escondida, invertebrada. Esa era mi Santander desde los seis años que fui por primera vez a verle y, sí, a veces era así, tal y como se ve ahora desde la ventana de nuestra habitación en el Hotel Real, regalo en diferido de bodas, pero con cuentagotas, como si a mi padre le diera miedo de que una vez conocida esa belleza, la normalidad me resultara aburrida, tediosa, fea. Y con la realidad, por supuesto, él mismo.
Una vez escribí un relato sobre El Sardinero. Sobre la decadencia en El Sardinero porque todo aquí es decadente. El relato lo narraba un niño pequeño, en el borde de la adolescencia. La familia había viajado allí -no sé si citaba Santander, pero pensaba en Santander- porque el hermano mayor -puede que fuera el pequeño- necesitaba un tratamiento. No se sabía qué tipo de tratamiento porque no se sabía qué tipo de enfermedad. El niño no lo sabía, al menos. Lo llamé "Pretérito Imperfecto" y había una chica enigmática. Algo parecido a un amor infantil. Acababa mal, claro.
Aquello era una fantasía sobre algo que en rigor no había vivido más que a la salida de determinados partidos del Racing, pero la realidad no se aleja tanto del mito, solo que en invierno quizá lo suaviza y Santander no es Venecia ni hay Tadzios inocentes en las playas, solo surferos suicidófilos. Otra cosa será el verano, estoy seguro, cuando las familias ricas de toda Europa vengan aquí, a estas playas y a este hotel sacado de otro siglo, la sonrisa permanente de las recepcionistas, los ascensores de madera con pequeño asiento para que se siente Doña Victoria Eugenia...
En verano, El Sardinero debe de ser un sitio excesivo, pero en invierno tiene encanto. El encanto del lugar de playa en diciembre. Una de mis novelas favoritas de Bolaño y creo que en esto estoy bastante solo es "El Tercer Reich". Esa Costa Brava en octubre. Ese hotel ya sin vecinos. Esas hamacas siempre guardadas y el viento quitando las primeras hojas. El absurdo de la costa en invierno. El vacío. En Santander hace calor y sol. Eso se agradece. En general, Cantabria tiene a bien recibirnos con cariño a la Chica Diploma y a mí, a veces intuyo que me recibe como se recibe a un huérfano.
Son días de descanso. Por la mañana amagamos con pasear pero acabamos en alguna terraza tomando aguas y zumos de tomate. Por la tarde disfrutamos de masajes, dormimos siestas o paseamos hasta Puertochico a cenar con Mercedes. En los tiempos libres leo a Antonio Muñoz Molina y su excelente "Todo lo que era sólido". Los tiempos libres y la lectura, esas quimeras del pasado. Tengo la sensación de que a ese libro no se le trató con justicia, pero, claro, ¿quién iba a hacerlo? Un libro que habla de lo mal que se pasa fuera de un bando está condenado a ser ninguneado.
Lo bueno de las vacaciones es que pones las cosas en perspectiva, tienes tiempo para ponerte a ti mismo en perspectiva y analizar: qué estás haciendo, en qué dirección, qué cambiarías. Lo malo es que las respuestas no siempre son agradables. El entusiasmo que precede a la Nochevieja en todas las redes sociales contrasta con una sensación de miedo atroz, o, peor que miedo, indiferencia. Miedo a la indiferencia. Miedo a que 2014 sea otro año ni bueno ni malo, simplemente veloz. Tan veloz que es imposible agarrarlo y hacerlo tuyo. Yo necesito hacer mías las cosas para comprenderlas, es una manía como otra cualquiera. Mientras tanto, queda esta especie de limbo en el que mi vida parece un videojuego, pasando pantallas a cada momento.
Como ahora, amanecer de 28 de diciembre, sol golpeando la playa del Puntal, palacete de Botín a nuestros pies, maletas esperando a que las llevemos a cualquier otro lugar, como si a estas alturas ya nos conocieran demasiado.