sábado, enero 25, 2014

Breaking Good



Y ahí, en República Argentina, la cosa cambia porque de repente es todo bonito. A veces no sé si estoy embarazado, debería avisar a mi mujer. Camino hasta el Maravillas, aquel colegio al que solíamos tirar huevos en los primeros noventa. Los pijos de Serrano contra los pijos de la calle Guadalquivir y la Plaza de los Delfines en medio. Nada serio, de nuevo. Luego íbamos a robar al Corte Inglés o al VIPS como buenos adolescentes previsibles.

A lo que iba: el Maravillas es un sitio extrañamente bonito, con sus canchas de baloncesto sobre algo que uno puede imaginar como un precipicio y que de noche deja una vista preciosa, una vista de película de Spike Lee. Es la presentación de la Copa Colegial y me hago un sitio como puedo, justo junto a una chica que se llama María y que es una de las árbitros de la competición. Iba con ganas pero ahí las ganas se convierten en emoción. No sé cómo definirlo: aquellos chicos vestidos con la camiseta de su equipo, el orgullo de su colegio, el convencimiento de la inmortalidad de los quince años, las miradas y sonrisas de viernes por la tarde...

Ahí hay un filón y es un filón precioso porque, de alguna manera, es puro. O parece puro. Puede que esos chicos salgan esa noche y se dediquen a pasar anfetaminas y pegarse en discotecas, pero ahí, salón de actos del Colegio Lasalle Maravillas, seis de la tarde de un viernes 24 de enero, es puro. María y yo susurramos cosas. Hablamos de partidos de liga municipal, de Gran Cordero, de Gran Cordera... todo eso es lo que yo fui. Yo jugué -mal- solo por el entusiasmo de jugar, por el entusiasmo de pertenecer a un equipo, de representar algo, y ahí todo es rápido, ameno, tiros a canasta sobre una tarima, niñas de 11 años haciendo "flashmobs" y bailando Black Eyed Peas.

Hay veces en la vida, y así se sale de la tristeza, en las que hay que permitirse Black Eyed Peas, en las que hay que creer que esta noche va a ser la leche y disfrutarlo como promesa y no como expectativa. A mí me gustaría coger a todos esos chicos -yo, Holden Caulfield; yo, Peter Pan- y decirles: "no os asoméis al abismo al final del centeno, cuidado cuando entréis a canasta y os pille el precipicio, permaneced jóvenes para siempre". También me gustaría decirles que lo que les queda es lo mejor, pero no estoy seguro, y de repente me entran unas ganas horribles de ser padre, de acelerar los pasos y que mi hijo tenga diez años, su camiseta, su entusiasmo, su inocencia y de alguna manera yo pueda recuperar la mía.

Luego pienso que uno no tiene un hijo para que sea como uno es y que esa es una excelente receta para el fracaso.

En  cualquier caso, me han salvado el día. Por la mañana eran quiebras, impagos y doping. Por la tarde, los chicos hablan de Rosell y Neymar en Twitter y yo me puedo permitir hablar de oro puro, sin adulterar aún. Es bonito. Medio ceno con Javi Brizuela, entrañabilísimo cronopio, vuelvo -en metro, esta vez- a casa y mi mujer, agotada, se va durmiendo poco a poco. No puedo contarle todo porque no tengo tiempo y ella está nerviosa por su examen. Tampoco creo que haga falta ir contando todo a todo el mundo. A veces, eso sí, me gustaría decirle a ella también que aproveche, que estar nerviosa por las clases, por los exámenes, aunque sea a los treinta años, no deja de ser algo tan bonito como esperar que llegue el viernes para ver si tu entrenador te pone en el quinteto inicial o te deja en el banquillo.