lunes, abril 22, 2013
Recuerdos del Festival de Málaga
Desde la distancia suficiente, creo que algunos de mis mejores momentos los viví en Málaga. Desde luego fue así en 2009 y quizá no tanto en 2010. La sensación de que todo era mentira, una recreación de algo, la estética del francotirador, cambiar hoteles, esperar la llamada de Madrid para volver y que esa llamada no llegue nunca. Fiestas de inauguración, visitas a radios, gritos desde las azoteas. Dani Sánchez-Arévalo lo resumía perfectamente hace poco en una entrevista a La Sexta 3: "Málaga es como una burbuja. La gente te para en la calle, te grita, se vuelve loca, te pide un autógrafo, te llama "guapo" y después te dice "¿y tú quién eres?". Las colas de niñas monas esperando a la puerta del Liceo por si viene Hugo Silva y las salva de algo.
Málaga era diversión. La posibilidad de sentirte importante y saber que estábamos todos juntos: directores, productores, actores, críticos... Echo de menos Málaga. Echo de menos sentirme importante y estar todos juntos, supongo. Medina del Campo es Malasaña, Málaga es un chiste, es un sketch, AC Palacio y multitudes aporreando coches. La Calle Larios llena de alfombras rojas y carteles de actrices. Fernando Alonso conmpitiendo por las mañanas en circuitos asiáticos.
Eran años locos, aquellos, años de San Sebastián y Valencia y Almería. Entre la gente del cine siempre me he sentido cómodo porque no esperaban nada de mí, porque me trataban con la necesaria superficialidad que requieren estos momentos: hoy somos los mejores amigos del mundo; mañana, no nos conocemos. Eso es necesario porque la intensidad tiene también sus límites. Estaría bien dedicarle un último año a eso: a desaparecer entre festivales. El último baile.
Por lo demás, esta mañana me ha sucedido algo extraño: he entrado en el baño a ducharme e instintivamente, al cerrar la puerta, he levantado la mano para encender algo. ¿El qué? El calentador de casa de mi abuela, la que dejé hace seis años. Es extraño que sucediera, porque no hacía frío y no estaba dormido -llevaba un tiempo perreando, leyendo un libro de Paul Kimmage en el iPad- y sobre todo porque es la primera vez en mucho tiempo que algo me remite a la casa de mi abuela. Quiero pensar que es un signo de que me siento en casa, porque yo "en casa" solo me sentí ahí, en Ramos Carrión 3, donde la COPE, extrañamente, me sigue mandando las transferencias.
Lo demás han sido buenos lugares de paso, y los lugares de paso son necesarios, pero casa, lo que se dice casa... la que no fue mía, la que no tenía calefacción central sino una pequeña cuerda que colgaba de un radiador para calentar el cuarto de baño y lo que hiciera falta. Cada vez que pasamos por la A-2 se lo recuerdo a la Chica Diploma: ahí murió mi abuela, ahí vivía Lucía. Los misterios de la Calle Santa Hortensia. La Chica Diploma lo lleva con una entereza admirable porque tiene que estar harta: ella ya sabe que en esa residencia murió mi abuela y ya sabe que frente a la residencia vivía mi ex novia. De mis ex novias, lo sabe todo, de hecho. Pero no le importa porque sabe que la quiero y que, si no la quisiera, probablemente, no me atrevería a hablar de ellas.
Los mecanismos de la culpabilidad son bastante predecibles.