domingo, abril 21, 2013

Emmanuel Carrère- Limónov





De Carrère nos fascina su sobriedad. Su manera de contar las cosas de una manera objetiva pero sin omitir juicios ni procesos mentales. Es la realidad pasada por la narración y, dentro de la propia narración, un autor que a veces sentencia y a veces duda y es precisamente esa duda abierta la que nos hace sentir que el tipo está siendo honesto. Nos gustó en “El Adversario”, nos encantó en “De Vidas Ajenas” y vuelve a ser su punto fuerte en “Limónov”, cuya lectura al principio es un poco tortuosa y acaba siendo una gozada.

Hay en este último libro una mezcla de reportaje para revista y biografía clásica. Los dos estilos se mezclan en el libro y eso a veces es bueno y a veces no lo es tanto. Me explico: todo aquel que compra la biografía de un personaje que considera interesante sabe que tiene que apechugar con las inevitables primeras páginas centradas en su niñez, sus padres, sus problemas, el colegio, etc. Generalmente, esas páginas son insufribles y mucho más si al personaje en cuestión ni siquiera le conocemos. No nos hagamos los estupendos ahora: Eduard Limónov es una figura que ha pasado siempre de refilón en España y solo los muy interesados en literatura rusa tienen una opinión formada sobre sus libros igual que solo los que realmente siguen la política de aquel país pueden saber sus problemas con la justicia y su empeño por formar distintos partidos que se opongan a Putin.

Por eso decía al principio que cuesta arrancar con Limónov y su infancia en la URSS estalinista. Cuesta ver qué hay de interesante en ese personaje más allá de su carácter pendenciero.

Para mitigar ese efecto, Carrère utiliza las armas típicas del reportaje periodístico: un primer capítulo introductorio nos ubica al protagonista en una manifestación en algún momento de finales de los 2000. Ese encuentro fugaz con el autor, le permite a Carrère ir hacia atrás y contar más sobre el personaje. Este truco de “cercanía-distancia-cercanía” se emplea solo al principio y al final del libro pero con éxito. En medio, quedan trescientas páginas de excesos. A Carrère le sorprende la entereza con la que Limónov vive el dramatismo de su vida, lo intolerable de sus opiniones sociopolíticas… y al lector le sorprende la relación amor-odio que Carrère mantiene con Limónov.

Hay en este libro algo que se insinuaba –y se criticaba- en “El Adversario”: la simpatía hacia el diablo. La compasión, más bien. La redención, si quieren. En la historia de Romand esta simpatía está más mitigada porque el tipo poca simpatía podía merecer, pero ya le llovieron entonces las acusaciones de “hacerle el juego” al múltiple asesino de mujer, hijos, padres y perro. Él quería pasar a la posteridad y gracias al libro de Carrère de alguna manera lo consiguió. Eso debió de perturbar al escritor y aquí se lanza directamente hacia cierto tipo de psicoanálisis compartido -¿por qué Limónov es así, por qué me gusta que Limónov sea así cuando debería odiarlo?- y una relación basada en la complicidad culpable.

No se puede acusar a Carrère de ocultar cartas bajo la mesa. Eso nunca. Limónov es un pro-estalinista, un tipo desagradable en el trato, extremadamente violento, habría matado ya de pequeño si hubiera tenido la ocasión, no supo digerir la derrota ni el éxito, perdió a todas las mujeres de su vida, se desentendió de sus padres, trepó mientras acusaba a los trepadores y a partir de la cincuentena derivó en un paneslavismo enloquecido que le llevó a hacerse amigo de Arkan y Karadzic, defender públicamente la posición serbia en Bosnia e incluso marcharse a Sarajevo a jugar al francotirador. ¿Jugar tan solo? Carrère tiene dudas.

Coqueteó con el terrorismo, no creyó nunca en la democracia, admiró a Charles Manson y a cualquier hombre que impusiera su voluntad personal sobre las convenciones sociales. Despreció y odió toda forma de compasión. Moral de señores frente a la molesta, cristiana, despreciable moral de esclavos.

Y, sin embargo, con todos esos datos sobre la mesa, se mantiene la lucha de Carrère por detestar a alguien detestable sin conseguirlo. La continua explicación de la explicación. Un matiz tras otro. El autor condena a su protagonista en una sola frase y luego dedica páginas a “salvarlo” de alguna manera. Hay en todo el libro la sensación de “este tipo, desde el poder, podría ser un nuevo Stalin, un nuevo Pol Pot, un nuevo Hitler… pero nunca llegará al poder. Nunca podría soportarlo”. La exención estética. Carrère intenta colocar a Limónov ahí, en la estética, porque sabe que desde la estética puede redimirle, igual que se puede redimir a Nietzsche.

La vida de Limónov es una vida de aventurero desde Yakóv a Moscú, desde Moscú a Nueva York, desde Nueva York a París y luego vuelta al mundo eslavo. Solo la biografía como tal ya merece un libro y desde luego se agradece un libro tan honesto y completo. A veces a algunos les puede molestar esa pose de Carrère, que parece gritar a quien quiera oírle “¡Eh, miradme, yo no escribo novelas!”, cuando sus narraciones coquetean continuamente lo novelesco y la introspección en los personajes y sus pensamientos es mucho más propia de un escritor de ficción que de un periodista riguroso que solo contara los hechos.

Hay en “Limónov”, como lo hay en toda su obra desde 1999, una mezcla de hechos, juicios de esos hechos, hipótesis sobre esos juicios y a la vez hipótesis sobre esos hechos. Lo prodigioso de Carrère es que se sumerja tanto en el psicoanálisis sin acabar siendo un auténtico coñazo. Lo contrario: uno acaba el libro sin ninguna gana de conocer al Limónov de verdad, sin interés siquiera de googlearlo, que es lo mínimo en estos tiempos, pero con la sensación satisfecha de haber estado compartiendo tardes y noches con un personaje que la merecían. Un personaje odioso, sí, pero personaje.

Si Carrère hubiera, de verdad, querido retratar a la persona, no habría podido siquiera empezar el libro.

Por otro lado, y esto no conviene olvidarlo, buena parte de la biografía de Limónov es la biografía de Rusia. De la Rusia soviética y de la Rusia de Yeltsin y Putin. La fascinación de Carrère por el país viene de familia y está muy presente en el libro. En especial las últimas páginas, las que abarcan el período desde la toma de la Duma por parte de Yeltsin hasta la elección de Medvedev como presidente para dejar a su jefe Putin como primer ministro, son más un ensayo de política que otra cosa. Un ensayo dentro de una novela de aventuras, que es exactamente lo que soñaba con hacer Carrère y que además cumple con éxito, así que, de nuevo, enhorabuena.

Reseña publicada originalmente en la revista Sigueleyendo