Ivan Lendl
llegó a Madrid en 1994 para jugar un torneo de tierra batida
relativamente modesto, nada que ver con el Masters 1000 que se juega
ahora en la Caja Mágica. Era una competición del Club de Tenis
Chamartín, con pistas pequeñas que admitían poco público y estrellas
selectas. Durante años se llamó Torneo Villa de Madrid porque lo pagaba
el ayuntamiento, luego dejó de llamarse de ningún modo porque
desapareció y hubo que esperar a 2002 para que la capital volviera a
tener tenis profesional, esta vez en pista dura y bajo techo, hogar de
los Agassi, Safin, Federer y Nadal.
Aquel
Ivan Lendl tenía poco del Lendl imperial de los 80. Era un
estadounidense de 34 años que había caído hasta el puesto 22º del
ranking ATP. Sus articulaciones no funcionaban bien: llegó a cuartos de
final pero allí el servicio le falló hasta en once ocasiones —creo
recordar que perdió un juego al servicio en blanco con cuatro dobles
faltas seguidas— y el rival de aquella tarde de abril en la que por fin
pude ir a ver a mi jugador favorito era ni más ni menos que Thomas Muster,
dominador de la tierra batida durante los dos años siguientes. El
último set, para mayor escarnio, acabó con un 6-0 para el austríaco.
Que
Lendl sea tu ídolo supongo que es una forma de vida porque Lendl lo
tenía todo para caer mal a cualquier tipo sensato. Como jugador y como
entrenador. Su hieratismo, su manía de arrancarse pestañas en medio de
los partidos, su empeño en tirar al cuerpo con todas sus fuerzas cuando
el contrincante subía a la red. Su competitividad extrema, en
definitiva, la que le mantuvo 270 semanas como número uno del mundo en
el período de 1983 a 1990, cuando fue destronado definitivamente por Stefan Edberg después del US Open de aquel año.
270 semanas repartidas en ocho reinados distintos que incluyeron luchas contra Connors, contra Becker, contra Edberg o Wilander… y sobre todo contra John McEnroe.
Si el tenis de finales de los 70 se resume en los Borg contra Connors,
el de mediados de los 80 se centra en los Lendl vs. Mc Enroe, el cerebro
contra el corazón. Big Mac y sus ataques de rabia ante cualquier juez
de línea, su necesidad del espectáculo constante hasta el punto de
casarse con una actriz; al otro lado de la red aquel checoslovaco que
ganó una Copa Davis para su país y salió de ahí corriendo, como hiciera Navratilova.
Lendl
era un tipo machacón. De enero a diciembre. Torneos y torneos. Finales y
finales. Hay que recordar que en un principio el checo era un perdedor y
tuvo que quitarse el estigma a base de músculo y constancia. Perdió sus
primeras cuatro finales de Grand Slam y estuvo a un paso de perder la
quinta, la que sí ganó en el Roland Garros de 1984 frente al
omnipresente McEnroe en cinco angustiosas mangas después de perder las
dos primeras, evitando el ridículo y la burla del niño terrible del
tenis masculino, quien no volvería a ganar nunca más un Grand Slam.
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