Un día del pasado mes de julio, Gonzalo Canedo, editor de
Libros de Silencio, me llamó para proponerme la publicación de mi novela.
Gonzalo estaba entusiasmado y eso me entusiasmó a mí porque yo he publicado
libros, de acuerdo, pero para sentirme escritor de verdad necesitaba pasar por
la prueba de la novela, como el adolescente que pretende hacerse un hombre sin
saber que ya lo es. La llamada de Gonzalo acabó con una cita para vernos en
Madrid, Hotel de las Letras; cita que tendría lugar y en la que dejamos todo a
punto de caramelo.
Unos veinte segundos después de colgar a Gonzalo –y no lo
digo por decir, no pudieron ser más de veinte segundos porque ni siquiera me
dio tiempo a ir al baño en mi piso de 25 metros cuadrados- sonó el móvil de
nuevo y lógicamente pensé que era él, que algo se le había olvidado. No era el
caso. Quien llamaba era una amiga de mi padre y me anunciaba entre lágrimas
desde Santander que le habían detectado una metástasis en el hígado, que aún no
sabían dónde estaba el foco principal y que mi padre le tenía tanto respeto al
hospital que habían decidido esperar a confirmar el diagnóstico con no sé qué
prueba.
Así, en esos veinte segundos, había recibido una de las
mejores noticias de mi vida y una de las peores con lo que eso conlleva: no
saber lo que se espera de uno, lo que se espera de sus sentimientos, la
imposibilidad de asimilarlo todo a una vez. Lo cierto es que nueve meses más
tarde, Gonzalo está muerto de cáncer, la novela nunca se publicó y mi padre acabó
falleciendo hace apenas unos días después de una agonía que demostró que el
eufemismo “una larga enfermedad” a veces es cierto, no tanto por la duración de
la misma sino por lo eterna que se hace a familiares y enfermos.
Mi padre tenía 58 años. No es edad para morir. Quizás eligió
la semana apropiada para pasar desapercibido, la semana de Sara Montiel,
Margaret Thatcher y José Luis Sampedro, todos con los 85 ya cumplidos. En su
momento, cuando empezaba en esto de la escritura, me gustaba hacer necrológicas,
como Jude Law en “Closer”: recuerdos que partían de un momento vivido con la
persona fallecida de fondo, fuera personal o generacional; de un tiempo a esta
parte, sin embargo, me resulta una tarea imposible porque una vida tiene
demasiados matices. Ante la avalancha de hagiografías y demonizaciones de la
pasada semana yo me mantenía al margen sabiendo que pronto, muy pronto, tendría
que escribir la inevitable, que mi padre se apagaba en casa, una casa pequeña,
de no mucho más de 25 metros cuadrados tampoco, donde ningún editor llamaba con
ningún entusiasmo.
Se apagaba sin ruido, porque perdió la voz tiempo atrás. El
núcleo de la enfermedad resultó ser el pulmón y luego la metástasis pasó al
cerebro y por apagarse se apagó hasta el pelo y luego las piernas y quedó la
cama y los quejidos y las pastillas que pasaron a ser inyecciones subcutáneas y
el silencio de todos reunidos durante tres días esperando el momento sin que el
momento llegara y creo que los que hemos vivido esto, mi padre ya semi-inconsciente,
incapaz de reaccionar a estímulos, los ojos abiertos pero con la mirada
perdida, sabemos que al final uno se acaba incluso cabreando por el hecho mismo
de que no muera de una vez, que no se acabe todo cuanto antes, que pase una
mañana y una tarde y otra madrugada sin escuchar el estertor final ni recibir
la llamada definitiva.
Una llamada que llegó a la una y cuarto de la noche, jueves
11 de abril, a tiempo para salir de la cama sin haber entrado y empalmar un día
con otro, un tránsito de tanatorios y crematorios buscando un recuerdo, uno
solo que poder utilizar para empezar este obituario, para que sirviera de guía
y ustedes pudieran divertirse o al menos entretenerse compartiendo el dolor.
Pero no, no encontré ninguno. La muerte es la muerte y supongo
que ese es el nexo de unión y al fin y al cabo a mí con mi padre me sucedió lo
mismo que con Thatcher, Sampedro o Montiel, que no conseguía ponerme de acuerdo
en si le quería o le odiaba o exactamente dónde estaba el punto medio. Lo cual
supongo que es triste, ya lo sé, pero es lo que hay y eso mismo quería
contarles. Disculpen la tristeza.
Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial" dentro de la sección "La zona sucia"
Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial" dentro de la sección "La zona sucia"