domingo, abril 14, 2013

A la muerte de mi padre




Un día del pasado mes de julio, Gonzalo Canedo, editor de Libros de Silencio, me llamó para proponerme la publicación de mi novela. Gonzalo estaba entusiasmado y eso me entusiasmó a mí porque yo he publicado libros, de acuerdo, pero para sentirme escritor de verdad necesitaba pasar por la prueba de la novela, como el adolescente que pretende hacerse un hombre sin saber que ya lo es. La llamada de Gonzalo acabó con una cita para vernos en Madrid, Hotel de las Letras; cita que tendría lugar y en la que dejamos todo a punto de caramelo.

Unos veinte segundos después de colgar a Gonzalo –y no lo digo por decir, no pudieron ser más de veinte segundos porque ni siquiera me dio tiempo a ir al baño en mi piso de 25 metros cuadrados- sonó el móvil de nuevo y lógicamente pensé que era él, que algo se le había olvidado. No era el caso. Quien llamaba era una amiga de mi padre y me anunciaba entre lágrimas desde Santander que le habían detectado una metástasis en el hígado, que aún no sabían dónde estaba el foco principal y que mi padre le tenía tanto respeto al hospital que habían decidido esperar a confirmar el diagnóstico con no sé qué prueba.

Así, en esos veinte segundos, había recibido una de las mejores noticias de mi vida y una de las peores con lo que eso conlleva: no saber lo que se espera de uno, lo que se espera de sus sentimientos, la imposibilidad de asimilarlo todo a una vez. Lo cierto es que nueve meses más tarde, Gonzalo está muerto de cáncer, la novela nunca se publicó y mi padre acabó falleciendo hace apenas unos días después de una agonía que demostró que el eufemismo “una larga enfermedad” a veces es cierto, no tanto por la duración de la misma sino por lo eterna que se hace a familiares y enfermos.

Mi padre tenía 58 años. No es edad para morir. Quizás eligió la semana apropiada para pasar desapercibido, la semana de Sara Montiel, Margaret Thatcher y José Luis Sampedro, todos con los 85 ya cumplidos. En su momento, cuando empezaba en esto de la escritura, me gustaba hacer necrológicas, como Jude Law en “Closer”: recuerdos que partían de un momento vivido con la persona fallecida de fondo, fuera personal o generacional; de un tiempo a esta parte, sin embargo, me resulta una tarea imposible porque una vida tiene demasiados matices. Ante la avalancha de hagiografías y demonizaciones de la pasada semana yo me mantenía al margen sabiendo que pronto, muy pronto, tendría que escribir la inevitable, que mi padre se apagaba en casa, una casa pequeña, de no mucho más de 25 metros cuadrados tampoco, donde ningún editor llamaba con ningún entusiasmo.

Se apagaba sin ruido, porque perdió la voz tiempo atrás. El núcleo de la enfermedad resultó ser el pulmón y luego la metástasis pasó al cerebro y por apagarse se apagó hasta el pelo y luego las piernas y quedó la cama y los quejidos y las pastillas que pasaron a ser inyecciones subcutáneas y el silencio de todos reunidos durante tres días esperando el momento sin que el momento llegara y creo que los que hemos vivido esto, mi padre ya semi-inconsciente, incapaz de reaccionar a estímulos, los ojos abiertos pero con la mirada perdida, sabemos que al final uno se acaba incluso cabreando por el hecho mismo de que no muera de una vez, que no se acabe todo cuanto antes, que pase una mañana y una tarde y otra madrugada sin escuchar el estertor final ni recibir la llamada definitiva.

Una llamada que llegó a la una y cuarto de la noche, jueves 11 de abril, a tiempo para salir de la cama sin haber entrado y empalmar un día con otro, un tránsito de tanatorios y crematorios buscando un recuerdo, uno solo que poder utilizar para empezar este obituario, para que sirviera de guía y ustedes pudieran divertirse o al menos entretenerse compartiendo el dolor.

Pero no, no encontré ninguno. La muerte es la muerte y supongo que ese es el nexo de unión y al fin y al cabo a mí con mi padre me sucedió lo mismo que con Thatcher, Sampedro o Montiel, que no conseguía ponerme de acuerdo en si le quería o le odiaba o exactamente dónde estaba el punto medio. Lo cual supongo que es triste, ya lo sé, pero es lo que hay y eso mismo quería contarles. Disculpen la tristeza.

Artículo publicado originalmente en el diario "El Imparcial" dentro de la sección "La zona sucia"