En plena Semana Santa de 1987, llega una noticia alarmante desde
Argentina al resto del mundo: la sublevación armada de los llamados
“carapintadas”, preparados para un posible ataque a Buenos Aires desde
la base de Campo de Mayo. Apenas han pasado cuatro años desde la llegada
de la democracia, encabezada por Raúl Alfonsín, y de nuevo el ejército
da una señal de poder, eligiendo al teniente coronel Aldo Rico como
líder para la ocasión. Rico, un oficial joven, que apenas cuenta con más
de 40 años cuando la insurrección salta a los medios de comunicación,
clama contra los juicios que han condenado a los miembros de las Juntas
Militares que asolaron Argentina de 1976 a 1983 y pide una amnistía
total, así como el cese de cualquier investigación posterior.
La situación es dramática: Alfonsín se dirige a la nación y al
ejército, pidiendo que sofoquen la asonada… pero en el ejército nadie se
mueve. Ni a favor ni en contra de Rico. Su silencio es el propio del
que otorga: la cúpula militar sabe que su momento ha pasado, que los
apoyos exteriores son menores y que la exhibición pública de sus
masacres los ha dejado en una posición terrible ante la propia
ciudadanía. Eso no quiere decir que le vayan a hacer ningún favor a
Alfonsín, el hombre que les prometió borrón y cuenta nueva para acabar
poniendo a los Videla, Massera y compañía entre rejas. Al contrario.
Quieren sangre de presidente.
La calma tensa dura días, casi una semana. Alfonsín piensa en
encabezar una marcha ciudadana indignada hacia Campo de Mayo, pero sus
asesores le obligan a replanteárselo: al final acude él solo, se reúne
con los líderes “carapintadas” y obtiene la promesa de su rendición. A
cambio, según él, ninguna contrapartida. Como un héroe, vuelve a Buenos
Aires y sorprende a todos con un discurso en el que viene a loar la
fidelidad de las Fuerzas Armadas, como si aquí no hubiera pasado nada, y
desea a todo el mundo una feliz Pascua.
Nadie lo entiende.
Apenas dos meses después, el 4 de junio de 1987, el gobierno radical
anuncia la Ley de Obediencia Debida, por la cual la gran mayoría de los
involucrados en torturas, violaciones, asesinatos y represión masiva
durante siete años quedan liberados de cualquier responsabilidad penal
bajo un concepto propio de Adolf Eichmann: “Yo cumplía órdenes”. La
decisión aplaca los ánimos de los oficiales pero no los de Rico, quien
escapa de la cárcel, se reúne con algunos de sus compañeros y vuelve a
protagonizar un intento de golpe de estado en enero de 1988, amotinando a
sus hombres en Montecasero. Aquello resulta ser una “tejerada” más que
otra cosa, igual que el postrero intento de Mohamed Ali Seinildín en
Villa Martelli.
El gobierno de Alfonsín acaba con una asonada tras otra mientras el
país aguanta la respiración, destruye documentación, planea exilios y
busca refugios para una represión que podía ser aún más brutal que la de
los años 70. Los más veteranos no dejan de estar acostumbrados: llevan
viendo lo mismo desde 1930. De hecho, cuando Menem gana las elecciones
de 1989 y sucede a Alfonsín se produce un hecho histórico: por primera
vez en más de sesenta años, un presidente argentino elegido en las urnas
sucede a otro también elegido en las urnas. ¿Y qué es lo primero que
hace Menem? Indultar a todos los oficiales de las Juntas Militares.
Aquel hombre tiene claro que no quiere problemas aunque eso cueste
manchar la memoria de miles de víctimas. Conoce su historia.
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