"(...) Está en la parte de atrás de un
taxi. Sola. Delante de ella hay dos hombres, uno conduce y el otro se limita a
fumar mientras mira hacia adelante. Lleva gafas de sol y un traje de etiqueta
impecable. Laura cree haberse quedado dormida, no recuerda nada. De repente, se
ríe y la risa consigue que el hombre mire por el espejo retrovisor y pregunte:
-
¿Cuál es el chiste?
Laura se quita uno de los zapatos y
se lo enseña, casi se lo entrega, como el que entrega un ejército:
-
Se ha roto el tacón –dice, y vuelve a reír.
El hombre se gira y sonríe. No
acepta el regalo pero acepta la conversación. La tregua. Laura intenta pegar el
tacón a la suela pero es imposible, se rompió en algún momento y ella no
recuerda cuándo.
-
¿Sabes si…?- va a preguntar, pero el hombre ya
se ha dado la vuelta de nuevo.
Se siente mareada, pide que bajen
un poco la velocidad pero no le hacen caso. Pide que le digan adónde van pero tampoco
responden. Dispuesta a llamar la atención, amenaza con vomitar, como un niño
pequeño que quisiera hacer pis en mitad del camino. Fuera, por los cristales,
se ve una ciudad a doble velocidad, una ciudad que probablemente siga siendo la
suya pero desde otra perspectiva. A ras de suelo. A ras de asfalto. Vuelve a
reír. Vuelve a intentar pegar el tacón al zapato. Grita:
-
¿Me vas a decir tu nombre al menos?
Al hombre se le ha acabado el
cigarrillo y tiene las manos apoyadas en las piernas. El conductor parece
asustado. Si no asustado, al menos tenso, como si la noche se le hubiera
complicado de una manera tremendamente absurda, estas cosas que pasan, anécdota
para contar durante horas y horas muertas de parada de aeropuerto: Aznar, la
final de Champions contra el Valencia y la pareja a la que llevé el otro día,
no os imagináis el cuadro que formaban; ella completamente despeinada y
revolviéndose en la parte de atrás como un gremlin y él quieto, callado, todo
un caballero. Un caballero psicópata, en mi opinión, pero mi opinión ahí no contaba
nada, solo mi taxímetro y la dirección en pleno Paseo de la Castellana. “Da una
vuelta larga”, dijo el tipo, porque desde el Círculo de Bellas Artes al hotel
no sé ni si habrá quinientos metros. “Por dónde quieras, pero larga”. ¿Qué
podía hacer? El cliente manda.
Laura vuelve a despertarse y tiene
la cabeza aplastada contra una ventanilla, al colocar las manos sobre el
asiento tropieza con el zapato roto. Sin avisar a nadie porque nadie le va a
hacer caso, baja la ventanilla y tira el zapato con rabia. El conductor parece
a punto de decir algo pero es el hombre el que se vuelve inmediatamente:
-
¿Por qué cojones has hecho eso?
-
Porque estaba roto.
-
Eres una niña caprichosa.
-
Soy una niña caprichosa, ¿y tú quién eres?
-
Un amigo de tu “padrino”. Un amigo tuyo, por
extensión.
Laura se queda en su rincón,
resignada, sin tener nada que añadir. El taxista sigue imaginándose como rey de la tarde siguiente, cuando despierte y coja de nuevo el coche. La historia va
pasando de carne de parada a carne de cliente. “¿Oiga, quiere saber lo que me
pasó anoche? No se lo va a creer… Una chica de la tele casi me vomita encima
del tapizado, justo donde está usted ahora. No, tranquilo, no llegó a hacerlo,
no se preocupe. ¿Qué hacemos para parar al Piojo López, a usted qué se le
ocurre?”
El coche va frenando poco a poco,
el hombre se lleva la mano al bolsillo y saca la cartera. Laura piensa en su
zapato, en dónde estará ahora su zapato y cómo le explicará a Carlos que ha
vuelto a casa con un zapato de menos. Luego se acuerda de que Carlos nunca está
en casa y cuando está, desde luego, no pide explicaciones. Vuelve a sonreír
pensando en que a lo mejor alguien encuentra el zapato y se pone a buscarla.
Sueña con que alguien la encuentre, con que, después de todos estos años,
alguien por fin la encuentre, y como la idea le hace gracia, coge el otro
zapato, lo tira también por la ventanilla, perfectamente soldado el tacón a la
suela, la suela a las tiras y sale descalza cuando el hombre abre la puerta y
tira de ella de una manera poco galante. Sigue con las gafas de sol puestas y
por un momento le recuerda a una estrella del rock. Una estrella del rock que
se hubiera arrodillado ante su imagen gigante delante de decenas de miles de
espectadores.
Algo que en algún momento debió
soñar porque nadie lo recuerda."
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