Lichis pide un chupito para cerrar la comida a dos en un bar de Rivas
Vaciamadrid. Pollo asado troceado y un buen montón de patatas. Cerveza y
Coca-Cola. Poco antes, me ha dicho en la mesa: “Me alegra que la gente
no me conozca por la calle, que ya no me paren todo el rato, que pueda
ir por el metro o el autobús y solo de vez en cuando algún chaval me
salude y me diga Ey, Lichis, de puta madre lo que haces, para adelante”.
Probablemente, él nunca haya sido un fenómeno de masas, más allá de
los dos-tres años de gloria de La Cabra Mecánica a principios de siglo,
pero en este país no hace falta ser un fenómeno de masas para sentirte
observado y que todo el mundo quiera ser tu amigo si las cosas van
moderadamente bien.
Sin ir más lejos, cuando va a pagar el chupito en cuestión, el
camarero se niega a cobrarle: “Esto es por todos los bailes que me he
marcado gracias a ti”, dice, y Lichis sonríe, con esa sonrisa suya que a
veces parece incómoda, como si no valiera para el puesto de hombre
carismático pero hiciera todo lo posible por no decepcionar a nadie,
como si toda su vida fuera una tensión constante entre la necesidad de
no decepcionar y la inevitabilidad de esa decepción.
Su hija tiene un año y medio, casi dos. “Está en la edad en la que se
merece que cada día sea una fiesta”, dice, como propósito de padre
responsable. Parece que Lichis está harto de que la fiesta sea siempre
la de los otros pero tampoco hace mucho por evitarlo. Por ejemplo, justo
después del episodio del chupito, unos treintañeros de barra de bar le
preguntan: “Oye, ¿tú eres músico, no?” y él contesta: “Lo que queda” y
entonces la conversación se enreda en lo típico de “es que no sé quién
eres pero te he visto varias veces y tu cara me suena”, cosa que yo sé
que a Lichis le repatea, porque si no sabes quién soy, ¿para qué vienes a
decirme nada?, pero él sigue con la misma sonrisa forzada, se despide
con un “hasta luego, familia” y sale por la puerta sin mencionar el
incidente. Como si nada.
Son las dos y media de la tarde, una hora impropia para haber acabado
de comer, y todo esto empezó a las doce, cuando Lichis se bajó del
coche de su padre y nos recogió a la fotógrafa, Lola, y a mí. La primera
parada nos llevó al típico “bar de viejos”. Un bar, nos cuenta, que
forma parte de un barrio en cooperativa, como tantas cosas en Rivas, un
municipio a las afueras de Madrid que lleva lustros en una realidad
aparte, con su alcaldía de Izquierda Unida y sus calles dedicadas a
Pilar Bardem, José Saramago, Miguel Hernández… La vieja guardia. Parece
el sitio ideal para la primera pregunta, la que hace referencia a una
línea de su canción “El malo de la película” y que dice aquello de “Los
canallitas sueñan con ser Sabina”, pero Lichis, Miguel Ángel Hernando,
Miguel, quiere dejar las cosas claras desde el principio:
“Yo nunca pretendí ser un canalla y me molesta que me lo atribuyan. De hecho, es un término que odio, porque se supone que canalla es
el que, sin tener ni puñetera idea de hacer nada, sale adelante
intentando medrar, engañar… y esa no ha sido mi intención en ningún
momento. He podido ser más o menos patoso, tener más o menos talento
pero nunca me he considerado un canalla… Lo que pasa es que es
una estética que mola, que cae bien, forma parte de lo que yo llamo el
lobby de la gente simpática. Esa gente que cuando aparece en la tele,
muchos dicen: Joder, qué simpático es este tío, me voy a comprar su disco. Al final los canallas suelen estar forrados, como los malditos. De verdad, yo nunca he querido tener nada que ver con eso”.
La primera en la frente. ¿Y qué es de Sabina, de la comparación recurrente? “Eso
me lo decían al principio y me lo decían los que querían tumbar a
Joaquín. A mí me daba igual Joaquín, me gusta lo que hace, y no me hacía
ninguna gracia que de alguna manera nos enfrentaran. No quería ser
Sabina ni dejar de serlo, pero parecía que había que quitarlo del
pedestal y en un tiempo me tocó a mí. Ya te digo: no me gustó nada y
creo que a Joaquín, tampoco”.
Lo bueno de Miguel es que preparas una entrevista sin saber por dónde
va a tirar. Por ejemplo, lo siguiente es preguntarle por el éxito del
“No me llames iluso” y por su empeño en negar esa canción, la enorme
manía que le tiene hasta el punto de llevar casi diez años sin tocarla
en directo. Lo primero que hace es negar la mayor, no permitir
concesiones: “Es que ya no sé cómo explicar esto, el Iluso no fue ningún éxito, al revés, cortó lo que podría haber sido una trayectoria de éxito que sí se veía venir en Vestidos de Domingo. Ese disco vendió tres veces más que la historia del Iluso, pero
la gente se quedó con eso, me la pedían en todos lados, me sentí un
poco etiquetado con una canción que no me había dado nada en realidad”.
La batalla de Lichis con la realidad viene de lejos y la realidad en
la música irremediablemente se llama “industria discográfica” y sus
derivados. El último disco completamente inédito de La Cabra Mecánica,
“Hotel Lichis”, es de 2005 y lo editó DRO. Pasó completamente
desapercibido, nadie hizo nada por promocionar un álbum notable. Desde
entonces han pasado siete años, ¿ha cambiado algo en el mundo de la
música? “Se habla mucho de una revolución, pero sigue todo igual. Como mucho ha habido una involución:
la industria antes era semimafiosa y la industria 2.0 es directamente
“El Padrino”, un negocio para ADSLs y empresas de telecomunicaciones.
Cada vez que sacan un invento nuevo como iTunes o Spotify, te dicen que
va a cambiar la música y al final no sirve para nada, es lo mismo de
siempre, puro marketing de gente que no tiene nada que ver con la
música, son informáticos o ingenieros…”.
Puedes leer el resto de la entrevista a Lichis de forma gratuita en la revista Unfollow Magazine.
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