lunes, diciembre 17, 2012

Gran Cordero, circa 2005


Hasta 2002, el equipo no valía gran cosa. Nos reuníamos los sábados por la mañana y jugábamos lo mejor posible, para acabar perdiendo por 30 o 40 puntos de diferencia. Aquel año hubo varios cambios: fichamos a un par de jugadores, Dani Alonso y Carlos, sensacionales, de los que marcan diferencias, más un tirador como Lorenzo que a veces parecía infalible. De repente, empezamos a ganar. Un partido, dos, cinco, ocho... A mitad de temporada nos dimos cuenta de que podíamos acabar invictos la primera ronda después de haber ganado unos ocho partidos el año anterior. Yo hacía de entrenador porque repartir minutos no era fácil. Mis aportaciones tácticas eran limitadas: colocar al equipo en una 2-1-2 apañada y procurar que nuestro número 15 tuviera las mayores comodidades posibles.

Fue un año maravilloso, aunque el anterior también lo había sido, con todas sus derrotas: hacíamos fiestas, fundaciones, páginas web y cenas en un sitio que se llamó el Pepe´s y que entonces llevaba el nombre de Casa Francisca.

Había corderas fanáticas y jugadores entusiasmados. Rondábamos los 20-25 años y éramos imbatibles, es complicado recordar un sentimiento mayor de grupo, de equipo, de tocar el cielo. En primera ronda de play-offs (octavos de final) nos tocó un equipo que se llamaba Maravillas. No lo conocíamos de nada. Un equipo veterano y luchador, nos decían, pero nosotros veníamos de nuestro 16-0 y nos comíamos el mundo. La mañana del partido me pasé con mi primo Guille -él jugaba a ser director deportivo, su hombro no le dejaba aspirar a más- a ver a nuestro rival en cuartos y tomar notas, todo muy profesional, como si luego pudiera explicarles algo a mis propios jugadores, como si supiera qué explicarles.

El partido contra Maravillas fue un horror. Nosotros anotábamos muchos puntos porque nuestros rivales eran muy malos, pero estos chicos de amarillo no nos iban a dejar jugar fluido ni divertido. Amagos de tanganas y protestas constantes. Jugadores que no entran en la rotación y se van cabreados. Eliminación temprana. Decepción absoluta.

Para la siguiente temporada fichamos al, para mí, mejor jugador del distrito, Modorro, que venía de un año libre en Francia tras dejar un equipo llamado Paquetes. Con Modorro, Dani y Carlos dentro podía permitirme colocar a mi hermano Simón de base y a mi otro primo, Jorge, de escolta, cambiar la 2-1-2 por una 3-2 presionante y jugar con cinco tíos por encima del 1,90, posiblemente el único equipo de la liga en hacer eso. No repetimos el 16-0 pero la cosa debió de quedar en 14-2 o algo así. Cuando llegó la primavera, no vimos ningún partido sino que nos centramos en el nuestro. El rival eran los Al-Qaidos. Les ganamos bien. Yo estaba eufórico, en serio, salgo en aquellas fotos con mi camiseta interior -nunca me daba minutos a mí mismo en los partidos importantes- y una sonrisa deslumbrante, exagerada. En cuartos, perdimos fácil contra Rudulí.

La temporada 2004/2005 fue muy parecida en lo esencial a la anterior: los partidos del día a día los arrasábamos a base de presionar desde el minuto uno. Metimos más de 100 puntos en un par de ocasiones. Los equipos nos tenían manía y cuando no nos atrevíamos a jugar nuestro juego -que pasaba a veces- se nos subían a las barbas. Por entonces ya no había tantas fiestas ni tanto fanatismo. Yo me había distanciado y la plantilla, claramente, se había distanciado de mí. Acabamos 15-1, pero los chicos se aburrían, todo era demasiado fácil... En octavos, ganamos a ICD Mentes, un equipo lleno de amigos nuestros y que había ganado la liga un par de años antes. Fuimos demasiado para ellos, el equipo jugaba de maravilla y tenía ese punto de sensatez en los momentos clave. En cuartos nos tocó Desokupados y a falta de un minuto perdíamos por tres puntos, lo que tardó Modorro en marcarse un Michael Jordan y ganar él solo el partido.

Algunas cosas fallaban: Dani ya no tenía la participación que tenía antes, a mí me costaba confiar en la segunda unidad, en cuanto nos metían un par de canastas venían los nervios y los rivales nos sabían parar el contraataque con demasiada facilidad. En semifinales, jugábamos contra los Weekend Warriors, una barbaridad de equipo que contaba con Javier Velázquez, ex pivot ACB de 2,04, y un par de hermanos de Antúnez, el base de Estudiantes, Real Madrid y Fuenlabrada. Todo apuntaba a que nos iban a dar un repaso impresionante, pero un triple de Dani desde nueve metros nos colocó a cinco puntos a falta de un cuarto. Aquello era como un España-EEUU en los Juegos Olímpicos: ellos eran mejores, ellos dominaban el marcador... pero no consiguieron distanciarnos hasta el final. Probablemente, fue el mejor partido que he visto en mis años de distrito.

Sin embargo, fue un error de partido. Demasiada gente no jugó. El grupo se partió en dos, como poco, y la pretemporada se llenó de reuniones pidiendo cambios urgentes. Nos cambiamos al domingo y yo me dediqué a emborracharme todos los sábados. Perdí la motivación y las ganas. Los cambios se hacían solos porque a los partidos podíamos ir seis o siete jugadores y a menudo resacosos. Cuatro años después, todo era distinto, y yo soñaba con grabar un documental de todo aquello, de cómo mi sueño se había convertido en una especie de pesadilla con mal rollo constante. Con todo y eso, ganamos 15 partidos y solo perdimos 3, fuimos segundos de un grupo complicadísimo y pasamos a cuartos de final de manera directa.

Ahí nos enfrentamos a uno de los equipos que nos solían hacer daño. Se llamaban "Galácticos" y sabían jugar al baloncesto. Tenían conceptos tácticos básicos pero que explotaban al máximo. Un tipo con barba, muy bueno, y otro que se parecía a Rakocevic. Nos dieron guerra todo el partido pero nosotros éramos mejores: por tercer año consecutivo llegamos a semifinales.

A mediados de temporada yo ya tenía claro que no iba a seguir entrenando, que no tenía sentido ni para mí ni para los chicos. No es que hubiera muy malos rollos, de hecho, el que organizó la reunión de pretemporada acabó como titular simplemente porque se lo merecía. Simplemente, los malentendidos eran demasiados y la tentación de sentirse incomprendido era muy fácil. Además, yo no tenía a Florentino Pérez para recordarme que era el mejor entrenador del mundo, así que aquella semifinal contra Quinta de Pepe tenía un aire de "ahora o nunca" y salió "nunca". Les teníamos bastante estudiados, pero dio igual, supieron sacar las ventajas justas en los momentos justos y defenderlas.

Cuando acabó el partido felicité a todo el equipo rival y me aguanté las lágrimas. Era -y hasta la fecha sigue siendo- mi último partido oficial como entrenador de un equipo que había rozado tres años lo más alto. Solo una persona me abrazó y me dio las gracias. En ese momento supe, por si no lo sabía antes, que había hecho lo correcto.