Volver a Madrid es volver al calor, la casa cerrada en forma de sauna, el mareo, la velocidad inherente a una ciudad en constante inercia, los taxistas desbocados, las prisas... Lo peor de un primer día en Madrid de vuelta de vacaciones es que uno no puede siquiera salirse de los tópicos, que le tienen ahí encerrado en un "esto es lo que hay" y le prometen once meses más de lo mismo: de responsabilidades excesivas y alguna buena noticia mezclada con alguna muy mala. Llegar a las cinco y pasarse la tarde escribiendo emails con sensación de "horror vacui".
Lo que queda detrás es carne de álbum de fotos en Facebook. Un par de días en Bilbao con la Chica Diploma, otros seis en La Revilla, con los jerseys y la cazadora muertos de risa en el armario. Una retahíla de nombres: Bakio, Bermeo, Lekeitio, Mundaka, Gernika, Santillana, Castro Urdiales, Cabezón de la Sal, Santander, Sodupe, Gaztelugatxe, Cabuérniga, Bárcena Mayor... y horas de paseos y coches y canciones. La entrañable voz y energía de un motorcito en continua combustión. Las vistas desde un restaurante en medio de la nada y las promesas de matrimonio.
El placer de la falta de cobertura y la habitación llena de pegatinas amarillas.
Luego, como digo, unos ocho días después, la ventana abierta y los ruidos de las cuatro de la mañana, de las ocho de la mañana, los ojos como platos a las nueve, saturado por todas las cadenas de radio y televisión que los vecinos han decidido poner a la vez más el habitual ronroneo del taladro. Odio mi casa y no veo el día de irme de ahí. En un mes, aproximadamente. Lo que no se va en ningún lado es el cansancio. Físico y mental. Algo parecido a una falta absoluta de ideas que obviamente me cabrea y me invita a pensar que un día saldrán todas a la vez, a mogollón, y no sé si eso será bueno o malo.