Las noches del José Alfredo no fueron tantas pero fueron intensas. Uno podía acabar ahí con Diego Salazar o con Dani Pérez Prada, con actrices bellísimas y directores famosos, o podía simplemente pasarse a ver qué ocurría, ansioso de novedades, como en 2005, arruinado como en 2007, fantaseando con una vida de tienda Quechua que incluyera a la Chica Diploma, ella también en la barra, sonriendo después de una sesión de Microteatro, tonteando hasta la madrugada y luego de nuevo el camino a casa, los tres pisos, el ordenador siempre encendido, preparado para reproducir cualquier canción obsesiva y, en ocasiones, los ataques de angustia a las cuatro de la mañana. Ataques de angustia y de un miedo horroroso que acababan con la Chica Selectiva en mi piso, ella en el sofá, medio dormida, yo en el sillón, como un psicoanálisis a la inversa, repitiendo "no puedo más, no puedo más".
Aunque, por supuesto, era mentira. Siempre se puede más, basta con dormir lo necesario.
Después, las cosas empezaron a ir mejor y todo fue mucho más aburrido, por supuesto. Los días de transferencias siempre son los mejores y el resto tiene un punto decadente. A los pocos meses me enamoré y decidí que mi vida tenía que dejar de ser estética. El amor tiene esas cosas, que puede ser terriblemente real y entonces te preocupas de niños, bodas, despertares y ya no quieres poses ni detectives salvajes, quieres felicidad.
En esas estábamos cuando llegó la enfermedad ajena y arrasó con todo, como en aquella canción de Oasis que decía "I can´t tell you the way I feel, because the way I feel is oh, so new to me". En los tiempos muertos de los Juegos Olímpicos, la grada canta "Wonderwall" a pleno pulmón y yo no puedo evitar recordar que Blur era mucho mejor grupo. Con diferencia.
La enfermedad ajena se llevó muchas cosas, sobre todo el tiempo y la energía, pero seguro que ha ido dejando otras. Seguro. Igual en 2014 escribo lo divertido que era pasar las mañanas en residencias, las tardes en médicos, las noches colgado del teléfono y me enternezco con toda la gente que intentó rescatarme y toda la gente que trató de hundirme sin conseguirlo. Lo que sé es que le echaré de menos. Es una tontería porque en rigor no hay demasiado que echar de menos salvo la pequeña expectativa de que las cosas un día cambiaran a mejor y no a sala de espera de planta cuarta, pero le echaré de menos.
Y entonces la realidad se hará dura y pétrea de nuevo, sin huecos para el duchampismo, la Chica Diploma a mi lado y nuestro pequeño Leopoldo preguntando por el abuelo, los dos satisfechos contestando que hicimos lo posible, que en todo momento hicimos lo posible, porque con un padre se pueden contraer deudas, pero con un hijo nunca.