La deliciosa noche del jueves en el Paseo de la Florida, con un poco de aire sorprendente que primero suaviza el bochorno y después va poniendo la piel de gallina hasta que le obliga a uno a ponerse el jersey que Hache le ha traído, de pura casualidad. Compra de entradas como si aquello fuera un parque de atracciones, montones de niños que corretean con sus padres porque echan una peli de un cerdito o un osito o un perrito... Casa Mingo justo unos metros más allá, casi se puede oler el pollo asado. Bocata de lomo con queso y pimientos en una terraza que -a veces- huele a estantería.
Doble sesión con Álida, Fer, Hache y Javi. Primero, "Promesas del este". Peliculón, pero eso ya lo sabíamos. Algunas sorpresas: el silencio. La gente
está callada. Perdónenme mi habitual desconfianza hacia la gente, pero yo imaginaba aquello del cine de verano como una sesión en un cine de la Gran Vía el sábado a las seis y media: una sucesión de móviles, risotadas, objetos volando... No, aquí la gente ha venido a ver la peli y ha dejado a los niños viendo al ciervito, ¿o era un koala?
Algunos inconvenientes, también: por ejemplo, que las dos pantallas están colocadas al lado, de manera que, como nos hemos colocado en las primeras filas, pues el sonido de las dos películas a veces se mezclan y uno empieza a oír música de payasos justo cuando a un checheno le clavan un puñal en un ojo y hay que hacer un verdadero ejercicio de evasión para creerse lo que está viendo. Aunque en eso consiste el cine y el verano: en evadirse.
Palomitas y coca-cola y agua e incluso bocatas y perritos. A las 12 ha acabado la peli y la mayoría de la gente se va. Aunque ya no hay sesión para niños, nos ponemos algo más atrás. Hace frío, ya lo he dicho. Y sueño. Y al día siguiente todos tenemos alguna forma de trabajo. La película que ponen ahora es "El sueño de Cassandra", de Woody Allen. Me dijeron que fue un desastre y no fui a verla a los cines. Pero es Woody.
A los diez minutos, ya se ve que la película es un desastre absoluto: un guión repetitivo, personajes que no cambian, una trama inverosímil, un montaje pésimo... Parece que a Woody Allen le pasa como a determinada gente -me incluyo- con su blog. Se creen en la obligación consigo y con los demás de actualizar cada día y, así, el neoyorquino tiene que sacar una película cada año, le salga como le salga. Y esta le salió mal. Regular, no. Mal.
Pero, bueno, nos reímos mucho y vemos estrellas fugaces -el avance de las lágrimas de San Lorenzo- y eso está bien porque es a lo que hemos venido, y de vuelta, según nos alejamos del río, corre menos aire fresco, vuelve en parte el bochorno, Casa Mingo está cerrada y pasado Príncipe Pío, casi en la calle Segovia, cogemos un taxi que nos devuelva a la realidad.