Le hice a Laura el mejor regalo posible, aunque ella no lo sabe aún. Le regalé la posibilidad de empezar a leer "Los detectives salvajes" desde el principio, desde la primera hoja del diario del poeta García Madero. No me imagino una mayor felicidad.
Creo que hay libros que le cambian a uno la vida, al menos durante el tramo de vida en que uno está leyendo el libro. Al menos, eso me pasó con "Los detectives salvajes". No recuerdo muchos más: "El guardián entre el centeno", quizás. "Opiniones de un payaso", desde luego, pero yo por entonces no sabía de qué hablaba Böll y cuando lo supe era demasiado tarde para andar releyendo.
Devoré "Cien años de soledad" como si no existiera otra cosa en el mundo, casi sin comer ni cenar ni dormir.
Esto ha sido distinto. Leer "Los detectives salvajes" no sólo era vivir en el México DF de 1975 y luego en Israel, en Francia, en Liberia, en Ruanda, en Castelldefells, Blanes, calle de la Boquería, Rambla del Capuchino, pasando los años y las páginas y los cambios de humor de Arturo Belano y Ulises Lima. Historia de una decadencia sin apogeo. Leer "Los detectives salvajes" era vivir en Madrid o en Barcelona como si uno estuviera en Israel, en Francia... Era entrar y no salir nunca. ¿Conocen esa sensación? Tienen que conocerla.
La idea de que si uno pudiera elegir lo que es, sin duda elegiría ser otro. Ese. Exactamente ese. Con su cigarrillo, con su poesía, con su inconsistencia, con su valentía, con su sensibilidad (o su falta de sensibilidad) y con su tristeza, por supuesto, con su incontenible tristeza suicidófila. Aunque a veces pareciera que se nos revienta el tórax.
Atreverse. Y, sobre todo, atreverse con estilo.