La sutileza del terror en las sociedades cerradas hace que deje pocos rastros mediáticos. Por supuesto, su afán por la burocracia deja huellas, informes, archivos... a disposición de cualquier cineasta o escritor con un mínimo de interés, pero no hay imágenes, no hay un McCarthy gritando desaforado en el Congreso, no hay una oposición interna, no hay rostros, caras concretas que permitan identificar.
El Estado lo es todo. Está en todos lados.
Si George Orwell pensaba en algún sitio cuando escribió "1984", tenía que pensar en la Alemania Oriental. Los rusos eran mucho menos sutiles, en ese sentido. Un régimen de control total sobre el ciudadano, de movilización permanente contra el enemigo, de manipulación constante de la realidad era más necesario cuanto más lejos de Moscú se estuviera. En Praga o Budapest, bastaba con mandar tanques.
"La vida de los otros" no sólo es una gran película sobre el terror sutil. También es una película valiente. Incomprensiblemente, recibimos pocas obras europeas sobre el horror que invadió a la mitad del continente durante cincuenta años. Poco sabemos de sus exiliados, desaparecidos, torturados, encarcelados, olvidados, ejecutados... Poco sabemos de sus vidas y de sus muertes.
Obviamente, no se trata de un error inocente. La izquierda tiene miedo de mostrar sus miserias, sin darse cuenta de que deshacerse de las miserias es la única manera de proponer un futuro distinto. El que no conoce su historia... bien, ya saben el refrán.
El Berlín Oriental tiene, además, un punto heroico. Un punto de ciudad auto-asediada, auto-rodeada, auto-extinguida. Con sus viejos coches y sus librerías dedicadas a Karl Marx. Una ciudad cuyos ciudadanos soportaron el terror nazi durante doce años para encontrarse sin solución de continuidad con el terror soviético.
Ningún ciudadano de la Alemania Oriental nacido después de 1933 y muerto antes de 1989 conoció la libertad ni la democracia. Es una película dedicada a esos millones de personas.