Parker Lewis podía parecer ochentero: camisas de colores, hombreras y flequillo-tupé con laca. Sin embargo, era la imagen perfecta de la decadencia de esa estética, del final de una época. Si Parker Lewis y sus colegas eran unos inadaptados, si aquel instituto era una colección de frikis era en parte por su empeño en vivir en otro tiempo, un tiempo más feliz. Los nuevos ya llevaban camisas de leñador y pantalones gastados.
La serie llegó aquí a principios de los noventa a Telemadrid, recipiente de algunas de las mejores series extranjeras de aquella época antes de convertirse en el coto privado de Curris Valenzuelas e Isabeles San Sebastián. Por supuesto, nos fascinó. Todo aquel ingenio y toda aquella locura adolescente, nosotros, chicos del Ramiro de Maeztu, aún inadaptados, primero de BUP. Nada que ver con "Salvados por la campana", California, chicos guapos y chicas que acabarían desnudas haciendo de showgirls en películas del tres al cuarto. Empiezas haciendo de Screech y acabas de productor y actor porno, es el camino natural. Lean más a Bret Easton Ellis.
Parker Lewis era un buen chico, consciente de que vivía en un mundo problemático que no iba a ir a mejor. Por eso tenía que ser más listo. No para ligar ni para fardar -que también-, había en Lewis un punto de superviviente, de tipo entre tribus, de francotirador. Algo entre Zach Morris y Columbine. Recuerdo una escena maravillosa en la que los pringados se quedaban fuera del baile de promoción -o lo que fuera-, sentados en un banco, mirando la gente que entraba y salía. Cuando abrían la puerta, la música se escapaba y los listos -"nerds", se diría ahora- buscaban título y artista. "Achy breaky heart", Billy Ray Cyrus. Lo intentaban. Con todas sus fuerzas. Se habían aprendido de memoria todas las canciones que no bailarían jamás.
Su esfuerzo era entrañable. Los chicos que no sabemos bailar, nos sabemos todas las canciones, sus títulos y sus letras. Si no, las inventamos.
Miley ni siquiera había nacido.