La Chica Diploma y yo salimos a pasear bajo el sol suburbano. Un sol de zona residencial, parques enormes y carriles bicis. Una inmensidad de cielo y solo el ruido del 146 interrumpiendo la calma cada diez minutos aproximadamente, el único nexo del barrio con la ciudad. De vez en cuando, sobre todo ella, chica cosladeña, dice aquello de "este fin de semana, vamos a Madrid" como si no se llamara Madrid todo esto, como si fuera otra cosa, una entidad propia e independiente.
La Chica Diploma y yo bajamos por López de Aranda y torcemos hacia la calle Alcalá entre una colección de chalets que se disponen como casas londinenses o incluso casas de barrio pijo de Brooklyn, barrio de Woody Allen. Tomamos una Coca-Cola en el Rodilla porque el asturiano está cerrado. Hablamos sobre el Niño Bonito y sus problemas. El Niño Bonito tiene ya siete años y medio y en nada su padre le dirá que se quede en casa a ver el fútbol con él, pero preferirá verlo con sus amigos, en casa de Hugo, por ejemplo, si sus padres no están ese fin de semana, y luego volverá borracho y atormentado a casa.
Por lo demás, la nuestra es una casa feliz porque los niños son felices. Esto siempre ha sido así. Atormentados, pero felices. Con mala hostia, pero felices. El Rey Sol saca el culo para bailar como si fuera una gallina, igual que hacía su hermano, cada vez que oye una canción de los Pica Pica que le guste lo suficiente. Es un poco sibarita al respecto. No le vale cualquier cosa. Acaba de cumplir dos años y sigue siendo una incógnita. Parece que a él le gusta, además, que se siente cómodo en su condición de interrogante. Nadie espera nada de él y todo se le celebra. Es impresionante cómo lo ha visto claro desde que llegó al mundo, cómo fijó las reglas de la relación con los demás: os daré esto y no pidáis más. Y cuando decida dar más, estad atentos.
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El sábado fue algo parecido a un día libre, algo que no ha abundado en los últimos meses. Los días libres, los días especiales se celebran aquí desde la mediocridad. Desde la normalidad del día a día de cualquier otro momento de mi vida. Termino de ver la primera parte de la cuarta temporada de "Ozark", termino también el libro de Bob Woodward y Rob Costas sobre las elecciones estadounidenses. Me tumbo en el sofá donde duermo por las noches y veo un documental sobre jugadores universitarios que manipulan partidos para brokers de Las Vegas, luego un reportaje sobre el Moggigate en el que hay más ruido que nueces y por último el famoso repaso a la trayectoria de los Héroes del Silencio.
La Chica Diploma llega de su curso muy tarde y pide comida en un japonés. Yo decido no cenar. Hemos comido bien en uno de sus descansos. Me dice: "¿Pero tú no odiabas a los Héroes del Silencio?" y yo le digo que sí, que con pasión, y que nada ha cambiado desde entonces, pero que aquello no son los Héroes del Silencio, son los últimos ochenta, son los primeros noventa, son mi infancia y mi primera adolescencia y aquellos vagones junto al Pantano de San Juan que quedarán para siempre pegados a la memoria como las patas de una mosca en la vaselina.
Por las mañanas, cuando me ducho, pongo la playlist que alguien ha creado en Spotify con las canciones que salen en mi libro. Las canciones de mi vida. Por ahí, puede salir cualquier cosa, incluso Héroes del Silencio. Esta mañana, el "random" ha empezado por "Bittersweet symphony", otra de esas canciones que los veinteañeros británicos escribían como si tuvieran cuarenta años y estuvieran de vuelta de todo. Un día, escuchando "Infinity", pensé en lo que molaría un libro que se llamara "La noche que murió el Gurú Josh", pero no encontré argumento que desarrollar. Nunca hay argumento. Hay flashes. Pero, ¿acaso no es así la vida?
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Si solo hubiera sido la mudanza. La vereda, de momento, se ha mostrado como una excelente elección. Cansada, sin asfaltar, pero divertida. Algo parecido a una escapatoria, en ocasiones. Escribo de ciencia y de política internacional y de los Beatles y de deportes y entrevisto a cantantes como entrevisto a escritoras como me cojo un avión y me planto en Palma de Mallorca para hablar con un ex jugador de baloncesto y acabamos comiendo en una marisquería de puerto.
Aparte, salgo en la tele. Salgo bastante, más de lo que nunca hubiera soñado. Y siento que, de alguna manera, me escuchan y tiene sentido. Eso, por las mañanas. Por las noches, algunas noches, acabo en Mediaset con un hisopo en la nariz y después una charla sobre Novak Djokovic, a unos metros de Isabel Pantoja o de Gloria Camila o de la socialité de turno. Es divertido. Ellos, con Antonio David, y yo, con mi libro de Woodward como si fuera una especie de crucifijo o collar de ajos. Algo absurdo cuando ya has llegado allí porque si has llegado allí es que te gusta y, desde luego, no eres mejor que nadie.
He traducido mucho también. Unas quinientas páginas de un libro de baloncesto. Tal vez, eso haya sido lo mejor de todo. Tal vez, eso acabe con muchas cosas, lo averiguaremos en breve. Un trabajo y una terapia a la vez, yo sé de lo que hablo. El problema siguen siendo las madrugadas. Y algunos despertares demasiado agobiantes. Y un cuerpo vencido al estrés y a la impotencia. Y las preocupaciones a lo Cheever de la vida suburbana. No un suburbio a lo descampado y heroína sino un suburbio de Los Simpsons, con sus madres en bicicleta llevando a sus hijos y cochazos mal aparcados frente a los restaurantes.
Ayer, intenté que mi hijo mayor viera un rato de "Una noche en la ópera". Demasiado desdeñoso, el niño. Demasiado orgulloso de una generación que no sabe cuál es. "Esta película tiene casi 100 años", le digo, pero eso le parece una ofensa a su juventud. Cien años y un millón de años es para él lo mismo en este momento. Lo mismo Groucho Marx que un pterodáctilo. Un mundo plano y sin obligaciones. Si esto fuera una de las películas que le gustan, un día nos despertaríamos cada uno en el cuerpo del otro.