jueves, febrero 10, 2022

La historia completa de mis fracasos profesionales



Al acabar el Twitch, me encuentro con el Niño Bonito llorando en su habitación. Es el lloro del Niño Bonito un lloro especialmente triste. Un lloro que va más allá del capricho, que indica un dolor verdadero que no se sabe de dónde viene o que, al menos, él no sabe de dónde viene, que es lo que cuenta. Un lloro, además, que se viene haciendo habitual, desgraciadamente, por muy diversas razones: el día del cumpleaños de su hermano lo pasamos de madrugada en el Niño Jesús. Él vomitaba e intentaba dormir en un sillón recostado -es todo lo que nos ofrecieron- y yo le cogía la mano en la silla de al lado. Llevaba horas retorciéndose de dolor, pero, no sé por qué, nadie acertaba con el analgésico.


Podría haber sido Covid -era principios de diciembre, aquellos días locos de farmacias desabastecidas-, pero no lo era. Aún no sabemos exactamente qué le pasó, pero suponemos que algún tipo de indigestión. Covid fue lo que pasó pocas semanas después. Un Covid como una catedral que empezó con un "creo que tengo frío" y dio la cara definitivamente con unas tosecitas de martes por la tarde. Lo que siguieron fueron días de un aislamiento más estricto del que me gustaría reconocer -sus padres somos autónomos, sus padres no podemos permitirnos el contagio- y una sucesión de tests de antígenos que ni un futbolista.


Por las noches, siempre con mascarilla, le dejábamos sentarse en su sillón y estar con nosotros, también enmascarados. Su hermano no entendía por qué no podía lanzarse a por él como siempre y sentársele encima. Una noche, le dio una migraña horrible y ahí empezó un nuevo lloro. "Me va a estallar la cabeza", decía, mientras yo le preparaba el paracetamol y le ponía una toalla fría en la frente. "¡No me alivia!", gritaba impaciente, mientras yo le volvía a coger la mano y le abrazaba pese a todo y le dejaba un móvil para poder chatear con él y que no tuviera miedo mientras me iba a cenar a la cocina.


Sin embargo, lo de después del Twitch es otra cosa. No es un dolor físico, sino una angustia inexplicable. Un ataque de ansiedad muy lento, muy progresivo. Hay algo muy triste en el lloro del Niño Bonito, pero, a la vez, hay algo precioso en ver cómo se va calmando, cómo los miedos desaparecen, cómo vuelve la sonrisa y, con la sonrisa, los hoyuelos, cómo regresa el alivio, y, así, los dos nos quedamos en el cuarto, pasadas ya las once y media de la noche, él sentado en su cama y yo sentado en el suelo y nos contamos y nos decimos que nos echamos de menos y lamentamos la suerte del Rayo Vallecano porque de algo tienen que hablar un padre y un hijo y, si no es de fútbol, ya me dirán ustedes de qué.


*


Una de las discusiones de este verano fue si yo era rencoroso o no. Por supuesto, yo decía que no. La Chica Diploma decía que sí. Nada que reprochar. Yo decía a su vez que la rencorosa era ella y ella no se daba por aludida, así que se ve que el rencor está siempre en el ojo ajeno. Puede, incluso, que ambos tuviéramos razón. Al menos, en mi caso. Puede que, sí, yo sea un rencoroso teórico, pero no un rencoroso práctico. No sé si me explico. Puede, por ejemplo, que yo aún recuerde perfectamente a aquella chica que pasó por casa a conocer a mi hijo pequeño mientras mi mujer lloraba con los pezones hechos carne y, dos años después aún no ha mandado ni un mensaje para ver cómo seguíamos.


Sin embargo, aunque lo recuerde, aunque recuerde a la editora psicópata y a su novio el mediocre, aunque esos recuerdos me duelan hasta la sangre -lo que supongo que, en efecto, me hace un rencoroso-, tampoco tengo especial pulsión por el castigo. No voy a hacer nada al respecto. No voy a montar ningún numerito. No voy a jurar odio eterno. Sigo adelante y punto, no necesito reivindicarme ante nadie más que ante mí mismo. De hecho, el síndrome del impostor sigue invitándome a pensar que todo en realidad es culpa mía, que fui yo el que hizo algo que no merece perdón ajeno.


Durante un tiempo, antes de que las cosas empezaran a ir sorprendentemente bien -antes de que escribiera en uno de los digitales más importantes del país, antes de tener trece mil seguidores en Twitter, dos mil en YouTube, me llamaran de Telemadrid, de Telecinco, tradujera para una editorial maravillosa y viajara a Palma, a Bilbao, a Barcelona... para entrevistar a personajes fascinantes-, pensé en publicar un libro que se llamara "La historia completa de mis fracasos profesionales", título magnífico copiado de una película mejorable en todo lo demás. La idea no era ser rencoroso, pero sí contar lo que pasó por si le había pasado a alguien más. Desde los periódicos que no pagan a las editoras dementes a las colaboraciones extintas sin saber muy bien por qué.


En el fondo, el proyecto tenía algo de autodestructivo. ¿Quién iba a querer contratar después a alguien que escribía sobre sus antiguos jefes? Bien entendido, no obstante, también podía ser algo divertido e incluso reivindicativo: el asunto no era hablar mal de ellos sino hablar mal de mí. Reconocer en todo lo que me equivoqué y pude hacer mejor. Hacer propósito de enmienda. Terapia psicológica. No solo eso: el asunto era hablar bien de los que me habían tratado tan bien, de todos esos sitios maravillosos donde fui tan feliz y, desde luego, en una versión actualizada, de todos esos sitios maravillosos donde me están tratando como nadie me ha tratado nunca.


Una frase que se repite mucho entre la gente que me conoce, aunque sea de perfil, es "te lo mereces". Sí, puede que me merezca estos dos últimos años, pero, ¿acaso no me merecí los anteriores? No lo sé, no estoy seguro. No sería justo ni conmigo ni con los demás. Yo, en aquel momento, desde luego, pensaba que si me iba tan mal era porque me lo había ganado a pulso. Que era imposible tal acuerdo en mi mediocridad si era mediocridad no era real. A menudo, por supuesto, lo sigo pensando, pero, ahora, al menos, no tengo que coger un autobús abarrotado con el sol en la frente rumbo a cinco horas de past perfect y past simple en los confines de la Comunidad de Madrid. 


No sé si esto durará mucho o poco. Como soy pesimista, tiendo a pensar que poco y que luego ya podré inmolarme a gusto. Solo pediría que para entonces mis hijos hubieran acabado el colegio, pero, claro, me puse tan tarde con la paternidad que eso casi coincide con mi edad de jubilación. Hoy, una compañera de Alcalá me decía: "Ni se te ocurra volver a la Escuela" y la verdad es que no, no se me ocurre. Nada personal. Simplemente, no es lo mío. Era tan evidente que no era lo mío que no entendía cómo a tanta gente le pasaba desapercibido. Ahora bien, no sé si todos esos años formarían parte de mis fracasos. Al fin y al cabo, una vez te has puesto delante de toda esa gente adormilada, agotada, a menudo desesperada y otras veces directamente aburrida... Una vez que has hecho el "make´em laugh" delante de veinte o treinta adultos que esperan de ti un milagro, ¿cómo ponerte nervioso ante una cámara?, ¿cómo temblar ante un encargo inesperado?


Se supone que, el otro día, unos dos millones de espectadores me estaban viendo hablar de Manolo Santana. ¿Impresiona? No, impresionan veinticinco, veinte, quince... sus pares de ojos puestos en ti y ningún sitio donde escapar, el cuerpo arrastrándose por la pared para no caerse, la mano temblorosa sujetando un rotulador sin apenas tinta. Todo lo demás, sinceramente, no deja de ser un alivio.


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La entrevista a Sheila Blanco. Ojalá fuera siempre tan fácil y tan bonito.