jueves, abril 14, 2011

Arvydas Sabonis


Me enamoré de Ana a los 9 años, quizá 10. Era un amor infantil entregado. Pasaba las clases de matemáticas mirándola fijamente y escribiendo su nombre en cuadernos. Lo mío fue un amor de niña, más que otra cosa. O de niño de película de Medem. Era muy guapa o a mí me parecía muy guapa y tenía ese punto frágil, inocente, que marcaría el resto de mis elecciones. Ana no me hacía mucho caso, tampoco la culpo, yo era un niño algo repelente, con inicio prematuro de bigote y el consiguiente acné. Hicimos un concurso a ver quién era el más feo de la clase y lo gané. No, ni siquiera lo gané, quedé segundo, aún más triste. Sin premio ni nada.

Ana y yo tuvimos nuestros momentos conforme fui aparcando complejos y empecé a creerme algo parecido a un tipo carismático, el clásico tipo que acaba teniendo dos blogs en plan "cómo molo". Pasamos un día maravilloso en el Parque de Atracciones ya con 14 años, íbamos juntos al cine, a ferias de discos antiguos -ella no conocía la mitad de los grupos, yo iba de pregrunge instruido y pedante- e incluso a conciertos de Joaquín Sabina con sala VIP incluida.

Seducir a Ana. Aquello fue tan agónico como uno puede imaginar a los 16 años. Cualquier conquista que dura 7 años, reconozcámoslo, es la historia en capítulos de un prolongadísimo fracaso. Su padre era del Estudiantes, yo era un demente de pro, así que la invité a un partido, puede que a más. El que recuerdo era de la Euroliga de 1992/93, el año después de Estambul y nos enfrentaba al Real Madrid en el campo del Real Madrid, que era el nuestro pero cambiaba nuestra ubicación y nuestra sensación de peligro: nos llevaban a una esquina y nos tiraban bolas de acero.

Ese no fue un día especialmente peligroso. Recuerdo la euforia de los dos primeros cuartos: Herreros, Winslow y Cvjeticanin enlazando triple tras triple para ponernos diez, quince puntos arriba. Excusas para abrazarse, para tocarse... entonces apareció Arvydas Sabonis y mandó parar.

¿Acabó Sabonis con mi primer amor adolescente? No diría tanto, pero desde luego acabó con el partido. Empezó a coger todos los rebotes, dar asistencias a quien las quisiera y tirar triples como un alero. Él solito remontó el partido y nos dejó sin final apoteósico, beso bajo los focos, vuelta a casa de la mano, todo lo habitual en las películas de serie B americanas.

Nunca se lo tuve en cuenta.

Sabonis tenía que ser el antihéroe. Jugaba en el equipo al que odiábamos y además le hacía ganar. Pero era tan bueno. Nunca, en toda mi vida, he visto un jugador mejor sobre un campo de baloncesto. Completamente cojo pero impresionante. ¿Nos metíamos con él? Sí, pero sin convicción. Nadie odiaba a Sabonis, era imposible. Nos gustaba el baloncesto, lo jugábamos todos los días en el Ramiro de Maeztu, en los recreos y en las pellas. ¿Cómo odiar a ese tío? Era un mago, era sencillamente imparable, y sobre todo era elegante.

Los insultos, para Arlauckas. Los aplausos, o cuando menos el silencio, que es casi una muestra de mayor respeto, para Sabonis.

El lituano había empezado su leyenda en los 80: iba para mejor pivot de la historia pero se rompió tobillo y rodilla. Varias veces. Le convirtieron en una especie de Robocop que ya no corría contraataques ni machacaba saltando desde cuatro metros del aro. Eso midiendo casi 2,20. Ganó los Juegos Olímpicos del 88 y su Zalgiris mantuvo una pugna a final de década con la Cibona de Petrovic. Tal para cual. En 1990 llegó al Forum Filatélico de Valladolid. Nadie quiso apostar por él con ese físico.

Dos años después se lo rifaban.

Y ahí estábamos Ana y yo, nuestras entradas carísimas y el entusiasmo congelado, viendo a aquel monstruo hacer lo que quería con nuestro equipo. Cualquier cosa. Ese año llegarían a la Final Four pero perderían con el Limoges, a los dos años se vengaron y consiguieron el título. Sabonis se piró a la NBA y deslumbró a todos. Fue Novato del Año con 31 palos, ahí queda eso. 31 palos y los tobillos ya destrozados. Daba igual. En Portland era el pivot listo que intimidaba y tiraba de lejos y repartía juego desde el poste alto. Un poco como Divac.

Sinceramente, daba pena verle hacer de Divac a un tío tan superior a Divac. Muchos años después, en 2005, entrevisté a Pepu Hernández. Esto fue justo antes de que fuera campeón del mundo con la selección, recién nombrado entrenador. Le hice una pregunta solo para poder sentirme tranquilo: "¿Cuál es el mejor jugador al que te has enfrentado?" Dio muchas vueltas porque Pepu es un tipo prudente y elegante. Yo le esperé lo suficiente, fijé la mirada y acabó diciendo lo que quería oír: "Sabonis".

Las cosas con Ana dieron algunas vueltas, se estabilizaron en una paz aceptable y once años después acabaría en su boda. El año que Sabas volvía a Europa para retirarse plácidamente en su equipo de siempre.